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Sobre las reglas de juego y sobre su valor educativo
y didáctico en la iniciación deportiva escolar
Roberto Velázquez Buendía

http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 8 - N° 45 - Febrero de 2002

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    La presencia de adversarios constituye, para Bayer (1992:50), otro elemento común en los deportes colectivos de balón que conduce a situar el análisis de los partidos en términos de relación de fuerzas entre dos equipos en pos de la victoria. Las interacciones que surgen entre los equipos contendientes a lo largo del partido son de oposición, a veces dura y cargada de agresividad, y el adversario es visto como un rival al que hay que doblegar en el marco de las reglas del juego. Obviando -por cuestiones de espacio y porque me alejaría excesivamente de los propósitos de este apartado- la exposición de posibles interpretaciones, como, por ejemplo, la que presenta el propio Bayer (1992:50), de tipo psicoanalítico sobre el significado simbólico de la confrontación o del potencial catártico de la misma, conviene hacer algunas consideraciones respecto a la cuestión de la dinámica compañeros-adversarios, en el sentido de cooperación-oposición respecto al ataque y a la defensa en la iniciación a los deportes colectivos de balón.

    Aún en el marco de este tipo de deportes cuya naturaleza es competitiva y exige que los jugadores o jugadoras actúen unos contra otros, coincido en cierta medida con Orlik (1990:16) cuando señala que es mejor jugar con otros que contra otros, superar desafíos que vencer a otras personas, gozar con la propia estructura del juego sin tener que mantener la propia estima a costa de la del otro, aun cuando discrepo del significado que este mismo autor da a la competición (Velázquez Buendía, 2001-a). Desde mi punto de vista, la iniciación a los deportes colectivos en el ámbito escolar, debe tratar de ajustarse a tales ideas, aunque pueda parecer tal cuestión una paradoja teniendo en cuenta el carácter competitivo de tales deportes.

    Si bien ello puede ser interpretado así, la cuestión de fondo que hay que analizar gira en torno al significado y sentido que adquiere la competición interpersonal, el cual dista mucho de ser unívoco, y puede variar de manera sustancial según se adopten unas u otras ideas al respecto. Se trata precisamente de fomentar el desarrollo de actitudes y valores, de manera que los alumnos y las alumnas comprendan y asuman ideas tales como que el principal atractivo de la práctica deportiva se basa sobremanera en su carácter lúdico11 ; que en dicho carácter subyace la idea de que los adversarios o adversarias contribuyen a que el juego pueda tener lugar, ya que aunque aparentemente se juegue «contra» ellos o ellas, sobre todo se juega «con» ellos y ellas, ya que sin ellos o ellas no se podría jugar al juego deportivo; que la competición ha de entenderse como desafíos o retos personales a superar, en lugar de como adversarios o adversarias a las que hay que derrotar; que el resultado constituye tan sólo un aliciente del juego y no una muestra de superioridad personal; que la cooperación, la tolerancia y el respeto son fuente de bienestar personal y social; que la victoria y la derrota, el éxito y el fracaso constituyen hechos circunstanciales que no prevalecen a lo largo de la vida y que hay que aprender a encarar con elegancia, sabiduría y serenidad...

    Desde esta perspectiva, por tanto, en el proceso de enseñanza y aprendizaje es conveniente dar prioridad a los aspectos cooperativos que conlleva la práctica de los deportes colectivos; llamar la atención sobre la importancia del trabajo en equipo para la efectividad del juego; subrayar la posibilidad de aprender que existe detrás de cada jugada errónea o mal ejecutada; aprovechar la motivación que despiertan los aspectos ofensivos del juego y valorar, sobre todo en las fases iniciales del proceso de aprendizaje, los aciertos en el ataque en lugar de acentuar los fallos defensivos; promover posibilidades de participación de todos los miembros del equipo.... A diferencia de lo apuntado por Orlik (1990:16 y ss.), en mi opinión -que tuve la ocasión de explicar en otro lugar (Velázquez Buendía, 2001-a)- la competición motriz no es algo intrínsecamente malo, antieducativo, o promotor per se de tensiones y frustraciones personales; tampoco es algo intrínsecamente bueno, educativo, productor de excelencia y de progreso personal. Se trata sobre todo de una práctica humana en la que, como en tantas otras, intervienen capacidades, afectos e intereses personales -aunque, a veces, también ajenos-, cuyas pautas morales de conducta son objeto de aprendizaje, y que ofrece cauces de relación interpersonal cuyo significado, sentido y finalidad pueden ser interpretados y utilizados de formas y con propósitos muy diferentes, siendo el educativo uno de ellos.

    En este sentido, dentro de este planteamiento educativo de la competición y desde el punto de vista docente, será necesario considerar las características de cada contexto, de cada situación, de cada alumno y alumna, en términos de datos de un problema de naturaleza ética y moral al que hay que enfrentarse, siendo conscientes y asumiendo que cada una de las posibles soluciones didácticas incorpora un cierto grado de incertidumbre difícil de evitar. En efecto, como señala Durand (1988:93), el impacto de las prácticas educativas sobre las conductas del alumnado en la competición es real, pero forma parte de un proceso que todavía no se comprende bien y que es más complejo de lo que parece. Aunque, como pone de manifiesto este mismo autor (1988:93), las investigaciones realizadas en este sentido no ofrecen resultados unívocos, claros y precisos, bien sea por cuestiones de edad, de sexo, de ambiente sociocultural y educativo, de bagaje genético..., o por la acción conjunta de tales factores, lo que parece ser cierto es que la actitud frente a la competición -ya sea en un sentido o en otro- acaba constituyendo un rasgo de la personalidad construido sobre la base de experiencias anteriores y actualizado en situaciones nuevas. Según Durand (1988:94), la aparición de tal rasgo es tardía (en torno a los doce o trece años) al implicar la formación de hábitos de interacción social, el desarrollo de la capacidad para comprender toda la complejidad que conlleva la competición, y la consecución de una cierta madurez afectiva, y, como señala este autor, de acuerdo con algunos otros autores, es conveniente esperar a que se manifieste claramente la predilección o el rechazo por la competición en los alumnos y las alumnas, antes de introducirles en un proceso competitivo de forma intensiva.

    Desde otra perspectiva totalmente diferente, pero vinculada al tema que nos ocupa, conviene volver de nuevo a los estudios de Parlebas (1998:69,182 y ss.) en torno al tema de la comunicación entre jugadores en el ámbito de los deportes sociomotores. Sus análisis en torno a lo que denomina la comunicación motriz, o interacción directa de cooperación entre compañeros o compañeras, y la contra-comunicación motriz, o interacción directa de oposición entre adversarios o adversarias; la interacción motriz esencial y la inesencial; la interacción motriz directa e indirecta; las redes de las comunicaciones motrices..., no sólo ofrecen una prolija descripción de los tipos, formas y modos en que tienen lugar tales clases de comunicación e interacción motriz en las diferentes modalidades deportivas, así como de las distintas clases de redes de comunicación que surgen en cada una de ellas. También los resultados que obtiene en sus estudios le permiten poner en entredicho la idea de que los deportes oficiales como el voleibol o el baloncesto posean, de manera intrínseca, un valor educativo superior a otros juegos deportivos tradicionales no reconocidos como tales por las instituciones (1988:224 y ss.).

    En efecto, Parlebas (1988:199 y ss., 213 y ss.) ha llevado a cabo un estudio comparativo entre los principales deportes sociomotores reconocidos oficialmente y los juegos deportivos tradicionales -o juegos motores simplemente- no institucionalizados, respecto a los tipos, formas y modos de comunicación e interacción motriz, y a las distintas clases de redes de comunicación que se dan entre ambas formas de actividad motriz. Los resultados de tal estudio (1988:228) le permiten cuestionar la idea ampliamente extendida de que los juegos motores tradicionales o los llamados «predeportivos» tengan realmente un rango inferior y deban constituir, de manera jerárquica, un escalón previo a la entrada del alumnado en el mundo del deporte oficial. Para este autor (1988:229), dentro de la heterogeneidad del universo ludomotor, los sistemas de interacción personal que surgen en los diferentes juegos:

"... segregan mundos relacionales y práxicos particularmente dispares. Los juegos paradójicos12 desencadenan conductas motrices y metacomunicaciones que tienen muy poco que ver con los comportamientos suscitados por el balonmano o el baloncesto. Pretender que los primeros son preparatorios para los segundos da que pensar. No se tratará, sin embargo, de sustituir una jerarquía por otra, sino de poner de manifiesto las grandes familias de juegos, basándose en sus rasgos pertinentes".

    En resumidas cuentas, lo que Parlebas viene a señalar es que entre los juegos institucionales y los tradicionales no existe una diferencia de grado o de naturaleza, sino de reconocimiento institucional, por lo que toda concepción que trate de jerarquizarlos linealmente basándose en su riqueza motriz, partiendo desde los juegos tradicionales hasta los «más completos y superiores» juegos institucionalizados, constituye un espejismo.

    Por último, este autor (1988:229), desde otra perspectiva de análisis, concluye interrogándose sobre las causas y motivos que pueden explicar la primacía institucional que adquieren unos juegos que se caracterizan porque sus protagonistas son totalmente solidarios en el marco de su equipo, porque los equipos que se enfrentan son «homólogos» (estabilidad, exclusividad, equilibrio y simetría en el duelo), y porque los comportamientos son unívocos y civilizados en el seno de una confrontación binaria, frente a otro tipo de juegos más desiguales, en los que los jugadores y jugadoras pueden ser llevados a cambiar de equipo durante el propio juego, son más libres en sus decisiones motrices, no están sometidos estrechamente a la lógica de un equipo estable y exigente, y pueden no tener que rendir cuentas a nadie.

    El propio Parlebas apunta hacia la existencia de una posible respuesta en la idea planteada por Boudon (1979, en Parlebas, 1988:230), donde se pone de manifiesto que la ordenación que se da en las organizaciones sociales se debe con frecuencia "a la voluntad, manifestada por los agentes sociales, de eliminar efectos emergentes indeseables". Desde este punto de vista, Parlebas (1988:230) se cuestiona abiertamente si la primacía del tipo de juegos que predominan institucionalmente, y la "... eliminación de la efervescencia ludo-práxica y del desorden relacional" en dichos juegos, no obedecerá a motivos de índole político-social.

    Se trata, en definitiva, de plantear, como ya hizo en otros estudios (1988:122 y ss.), si "... a la domesticación del entorno físico la institución deportiva añadiría, parece, la domesticación del entorno social". Nuevamente se abre con ello otra atractiva línea de análisis que no es posible desarrollar aquí, en torno a la posible existencia de relaciones entre las características del lugar o espacio de práctica deportiva y determinadas funciones sociales del deporte institucional. No obstante, a este respecto cabe señalar que una línea similar de estudio ya ha sido desarrollada por Elías y Dunning (1992), en torno a la influencia que el deporte moderno -y no sólo el espacio de práctica-, como construcción social y desde sus orígenes, ha tenido en el desarrollo del proceso civilizador y en la pacificación social de Inglaterra.


6. Modificaciones reglamentarias y deporte institucional

    A lo largo de los apartados anteriores me he referido a las posibilidades y a la conveniencia de adaptar o modificar, cuando se considere oportuno, los aspectos reglamentarios -normas, material y espacio de práctica- que caracterizan cada una de las modalidades deportivas que configuran el deporte oficial o institucional, con el propósito de favorecer el proceso de aprendizaje, adecuando la práctica de dichas modalidades a las capacidades del alumnado, y de alcanzar objetivos educativos. De acuerdo con Bayer (1992:75), cabe por tanto plantearse algunos interrogantes en este sentido, como por ejemplo, ¿no supone desnaturalizar una modalidad deportiva el hecho de modificar sus características reglamentarias? ¿No se corre el peligro de crear nuevos juegos deportivos con sus propias características que terminen por reclamar su institucionalización? ¿No supone la modificación de las normas una deformación de los deportes que da lugar a una práctica ilegítima, en la medida en que pretenda ser considerada «deporte»? ¿No puede suceder que los alumnos y las alumnas lleguen a conocer y practicar sólo los deportes en su versión modificada, en detrimento del conocimiento y práctica de los deportes institucionales que existen en la sociedad y que forman parte de su cultura?....

    En primer lugar, conviene poner de manifiesto que el significado de la expresión «deporte» no es preciso y unívoco, sino que por el contrario, se trata de un concepto que, de forma integradora, alude a actividades de carácter físico con un mayor o menor grado de sentido lúdico, que pueden llevarse a cabo o no de manera competitiva, que disponen de unas reglas más o menos detalladas -incluso podría no haberlas, como sucede en el caso del esquí o del windsurf practicado de forma recreativa-, que pueden estar o no respaldadas por instituciones federativas o asociativas, que se realizan de forma profesional o por afición... Por lo que, de momento, debe precisarse que los interrogantes antes planteados sólo tienen sentido en tanto que se restrinja el campo semántico del término «deporte» al llamado «deporte oficial o institucional», y aun así no sería fácil establecer acuerdos entre torno a las posibles respuestas.

    También conviene señalar que una buena parte de los deportes «oficiales» que existen en la actualidad han aparecido en las últimas décadas, algunos de ellos con características novedosas -como sucede, por ejemplo, con el windsurf, el snow board, o el mountain bike-, y, otros, procedentes de una evolución o modificación de otro deporte oficial -como, por ejemplo, el mono-esquí, el volei-playa, e incluso el fútbol-sala-, sin que ello haya supuesto un riesgo para la existencia o para la «autenticidad» de las correspondientes modalidades deportivas oficiales con tradición histórica. Cabe referirse por tanto, y de acuerdo con la idea manifestada por Bayer (1992:76), al derecho que tienen las personas, como parte del grupo social al que pertenecen, para disponer de la posibilidad de participar en esta evolución, creando otras actividades que puedan enriquecer las formas culturales que han heredado, aun cuando no haya sido este el propósito inicial.

    En este sentido se ha de tener en cuenta que el propio deporte -en el sentido más amplio posible del término- no es sino el producto de una construcción y reconstrucción social a lo largo de la historia humana. Así, Philippe Ariès en su Pequeña contribución a la historia de los juegos (1973, en Parlebas, 1988:223), pone de manifiesto, por un lado, que los juegos tradicionales formaban parte de la diversión de las clases nobles, disminuyendo su prestigio a medida que la corte, la nobleza y la burguesía los fueron abandonando, con lo que quedó reducida su práctica al círculo de los niños y las clases populares; y, por otro lado, que entonces, a comienzos del siglo XVII, no se daba una separación tan rigurosa como la que existe en la actualidad entre los juegos practicados por los adultos y por los niños, disfrutando ambos grupos de edad de los mismos juegos. Es a lo largo del proceso de génesis del deporte moderno cuando determinadas formas de juegos, creadas a partir de otros juegos o de pasatiempos recreativos tradicionales, comienzan a multiplicarse, a extenderse y a desarrollarse, y a institucionalizarse bajo la denominación de «deportes», asociados a las clases sociales de sus practicantes.

    Por tanto, y en resumidas cuentas, desde mi punto de vista, difícilmente tales posibilidades de «adulteración» de la práctica deportiva referidas anteriormente pueden transformarse en sólidos argumentos que puedan servir de justificación contra la transformación o adaptación de las diversas modalidades deportivas oficiales a las capacidades del alumnado y a las necesidades docentes, aún en el improbable caso que tales adaptaciones pudieran dar lugar a la creación de nuevas modalidades deportivas.


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