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Lugares, banderas e hinchas

   
Lic. en Ciencias de la Comunicación
Universidad Nacional de Río Cuarto
(Argentina)
 
Alberto Ferreyra
aferreyra@rec.unrc.edu.ar

 

 

 

 
Ponencia presentada en las IX Jornadas de Producción e Investigación en Comunicación "Quién es Quién"
(29 y 30 de mayo de 2001), del Departamento de Ciencias de la Comunicación y del Centro de Investigaciones
en Comunicación (CICOM), Universidad Nacional de Río Cuarto.
 

 
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 7 - N° 41 - Octubre de 2001

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    Jesús Martín Barbero sostiene que "pertenecer a un barrio significa para las clases populares la inserción en un ámbito donde se es reconocido en cualquier circunstancia"1 (1989: 47). En la Argentina de los primeros días del siglo 21, el empleo temporario y los dos dígitos de desocupación siguen pisando firme. En estos tiempos, cuando sólo un optimista empedernido o un pesimista pasado de tragos son capaces de decir que en el corto plazo el país mejorará tanto que dejará de ser una desventaja cumplir más de 40 años, la alternativa de reconocerse en el barrio es conveniente.

    "Frente a la provisionalidad y rotatividad del mercado de trabajo que, especialmente en los tiempos de crisis económica, dificulta la formación de lazos permanentes, es en el barrio donde las clases populares establecen solidaridades duraderas y personalizadas. Porque es en ese espacio donde quedar sin trabajo no implica perder la identidad, ni la del parentesco, ni la étnica, ni la social", considera Martín Barbero 2 (1989: 47).


Barrio y fútbol

    Una mirada por tribunas populares y plateas de estadios de fútbol permite notar la identificación de las personas con los lugares donde viven. Poco parece importarles la posibilidad de que sus individualidades pasen a la masividad por obra y gracia de una cámara de televisión que enfocara una bandera que rece, por ejemplo: "Jorge Luis Alves".

    Son más los estandartes que tienen estampados nombres de barrios o localidades que de hombres o mujeres. En las gradas ocupadas por hinchas del club Los Andes han estado a la vista en los últimos cinco años banderas con inscripciones como "Villa Albertina", "Budge", "Transradio", "Bolívar", "La Cortada", "Burzaco es de Los Andes", "Llavallol", "Trelew con Los Andes", "Flores", "Congreso", "Lomas de Zamora", "Fiorito". Son más estos trapos -denominación dada por hinchas a las banderas- que aquellos que señalan presencia humana, con o sin referencia geográfica, entre los cuales se citan tres: "El Turco", "Los Pibes de Bolívar" y "Bochi siempre presente".

    Otras banderas que superan en cantidad a las que consignan nombres o apodos de hinchas son las que refieren a grupos de música. Algunas de ellas son la roja con letras blancas que dejan leer "Así no hay amargura y se va el dolor. Los Piojos" y las albirrojas de "Lomas Blues" sobre el rostro del cantante de reggae Bob Marley, "Santa Marta", "Bersuit Vergarabat" y "Llegando los Monos" (nombre de una canción de la banda Sumo).

    Es dable expresar que la recorrida visual por los pedazos de tela que cuelgan de alambrados, rejas y barandas en las canchas donde juega Los Andes -la idea se proyecta a otros clubes- da la razón a Jesús Martín Barbero. Quien sabe que su nombre, apellido, estudios y antecedentes laborales de poco le sirven al buscar empleo encuentra su lugar en el mundo en un escalón de un estadio en el cual su identidad es dada por una bandera que no habla de él, sino de su barrio. Como si alguien llamado José Gabriel Graciani fuera más José Gabriel Graciani al estar en una cancha durante un partido, representado por un trapo de "Budge", que cuando completa sus datos personales, documento nacional de identidad (DNI) incluido, en un formulario para trabajar como vendedor a comisión.

    Dejar sentado en una bandera que se escucha al grupo Los Piojos también le reporta más satisfacciones a la persona que hay en el hincha de fútbol que hacer constar su propio nombre.


No es extraño

    Si se piensa en los diálogos mantenidos con una chica a la que se consigue sacar a bailar en un boliche, resulta comprensible que en una bandera del club querido se escriba el barrio en vez de, por ejemplo, el número de DNI. Es difícilmente imaginable -excepto en alguna narración de Alejandro Dolina en su programa radial La Venganza Será Terrible- un muchacho que a su compañera de baile le dijera a modo de presentación: "Soy Darío Rubén Sala, DNI. 24.876.543, clase '75, exceptuado de la conscripción". Suele preferirse hablar de asuntos del orden de lugar de residencia, signos del zodíaco, música preferida, viaje a Bariloche el último año de secundaria.

    Así en la confitería bailable como en la cancha, el barrio puede ser considerado "como un mediador fundamental entre el universo privado de la casa y el mundo público de la ciudad" 3 (1989: 47).

    La ligazón sentimental hacia el barrio se pone de manifiesto. El vínculo afectivo con el equipo de fútbol, también. Una conjunción está dada por los hinchas que viven en Congreso, pero cantan sin dudar: "Yo soy del barrio de Lomas" o "Nacimos acá en Lomas / acá vamo'4 a morir".

    La bandera testimonia que alguien de Congreso está viendo a Los Andes. El cántico expresa que el dueño de la divisa se complace en proclamarse un lomense de pura cepa.

    No hace falta para ello ser melómano, confundir puntos cardinales, no reconocer la diferencia entre Buenos Aires y sur del Gran Buenos Aires. Sí es necesario fundir el valor asignado al suelo donde está la cama en la que se duerme con la trascendencia otorgada al Mil Rayitas, tal el apodo del club Los Andes, de Lomas de Zamora.

    Aunque algunos docentes de Geografía puedan fastidiarse, en fútbol, decir Los Andes no equivale a cordón montañoso situado en el extremo oeste de la República Argentina, sino a Lomas, territorio del sur del Gran Buenos Aires, más cerca del océano Atlántico que del Pacífico.

    Resulta entendible que escuchar o leer "Los Andes" a muchos haga imaginar la camiseta con bastones verticales rojos y blancos, las gambetas de uno de los hijos dilectos del club, Orlando Romero, o un 2-2 frente a Douglas Haig en 1996, por el torneo superior de ascenso Nacional B '95/96.

    Al fin de cuentas, la cordillera de los Andes no les genera a los bonaerenses, cordobeses -también entre ellos hay hinchas Mil Rayitas- u otros provincianos demasiadas alegrías. El equipo Los Andes, aun con ocho derrotas consecutivas y un descenso en Primera por la temporada 2000/01, les ha dado a sus hinchas múltiples satisfacciones. De ésas que hacen gritar como para que el vecindario encuentre el loco al que se puede criticar con pruebas, sin necesidad de inventarle un pasado o un presente.


Ser - estar

    Los verbos "ser" y "estar" se diferencian. Palabras más, palabras menos, el primero sirve para lo que permanece en el tiempo. Cuando alguien dice su nombre y alude a su estado anímico dice algo así como "Soy Carlos Daniel Melgar. Hoy estoy contento". Ni piensa en afirmar "Estoy Carlos Daniel Melgar. Soy contento" pues su nombre lo acompaña cada día, de lo cual surge como necesidad conjugar el verbo "ser". El muchachito, que reside en la Argentina del siglo 21, es conciente de que la sensación de contento puede vivenciarla de vez en cuando, por lo que al hablar de ella suele elegir el verbo "estar".

    Entre los hinchas, el uso de "ser" y "estar" marca distancias. Los que van por ahí diciendo "Estoy feliz porque mi equipo ganó " tienen su identidad al resguardo semi-permanente del triunfo. Quienes afirman orgullosos que son felices porque son de Los Andes (o de otro cuadro) merecen el cielo futbolero. Los unos y los otros, imaginados padres de familia, son distintos: los unos sacan la cara por sus hijos cuando éstos tienen una nota buena en el boletín. Los otros han elegido ser padres en todo momento.

    Los unos son simpatizantes. Los otros son hinchas. Los unos miran el diario para ver si están en condiciones de alardear. Los otros acostumbran no recurrir al periódico para enterarse de los resultados de su equipo.


Como las mujeres

    Los sentimientos de los hinchas por sus escuadras son similares a los de las mujeres para las cuales "el barrio es el macrouniverso que ellas rara vez dejan. Hacedoras y testigos privilegiados de su construcción y su adelanto, las mujeres conocen la historia de cada una de sus calles" 5 (1989: 48).

    Es extraño que las referidas mujeres pobres abandonen el barrio. Es impensable que los hinchas dejen de ser de un equipo. Es común que ellas sepan algo más de las calles que sus alturas e intersecciones. Es corriente que ellos conozcan detalles de su club de los que no se entera ni el periodista acreditado más afanoso en la búsqueda de información.

    Las mujeres presentadas por Muñoz y vueltas a nombrar por Martín Barbero toman al barrio como "el lugar que ellas sienten como propio, e integran -a diferencia de la visión más pragmática del hombre- las vidas de la gente a ese paisaje urbano que han, de alguna manera, moldeado" 6 (1989 : 49).

    Los hinchas también escogen una determinada parte del todo. Mientras las mujeres reparan en su barrio, no en la ciudad entera, los adeptos a un club no cuentan con demasiadas horas para fijarse en el fútbol todo dado que bastante tienen con su equipo.

    Desde antes que la publicidad de una firma multinacional ordenara vivir fútbol, soñar fútbol y tomar la bebida cola de la empresa, Pablo Alabarces y María Rodríguez (1996) advierten que los jóvenes, principalmente los de sectores excluidos, desarrollan parte importante de sus relatos de identidad en torno del fútbol. Los autores notan que, en muchos casos, esta práctica deriva en la asunción de conductas violentas (contra las fuerzas represivas representantes del Estado, contra el otro -la identidad opositiva- o contra sí mismos -el uso de drogas-) como única forma posible de la visibilidad.

    ¿Se puede negar lo concluido por Alabarces y Rodríguez? El pibe que sabe con precisión cuánto demora el viaje de la cancha de Los Andes a la de Quilmes y que trabaja en la construcción de lunes a viernes existe, con nombre y apellido, para los censos. En restantes acercamientos del Estado, él es un mero indicador estadístico de que no todos los jóvenes de 22 años han completado los estudios secundarios, ni cuentan con un empleo calificado, ni ganan más de 650 pesos.

    El pelilargo se hace visible gracias al fútbol. Y su visibilidad es permanente. Él es de Los Andes, al tiempo que está empleado. Seguirá siendo Mil Rayitas aunque alguna vez le toque estar desocupado.

    Poco importa que la figuración del silencioso chico al que en el boliche algunas pibas creen integrante de un grupo bailantero no sea en primera persona. Qué más da si su nombre no se conoce. Interesa que está integrado a Los Andes. Con eso es suficiente para resultar visible. O para asumir que tal visibilidad es preferible a la que constituye el formar parte de una tabla del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).


Arriba el ánimo

    Juan Carlos Lorenzo forma parte de la historia del fútbol argentino. Técnico de la selección en los mundiales de Chile en 1962 e Inglaterra '66, ha dejado una huella por sus campeonatos conquistados -al frente de San Lorenzo y Boca, entre otros clubes- cuanto por sus frases. Tras conducir al Boca vencedor del Metropolitano de 1976, dijo a la revista deportiva El Gráfico que "el pueblo argentino nos apoyó y nosotros le devolvimos el apoyo regalándoles una felicidad que quizá ni un decreto de gobierno hubiera podido darle".

    La frase extraña en estos días en los cuales los gobiernos nacional y provinciales dan más motivos para empeorar que para mejorar anímicamente. Parecen la mayoría de los clubes. Las diferencias engrandecidas entre ricos y pobres a nivel macro-país-socioeconómico en la última década han tenido correlato en el micro-país-futbolístico. En los últimos 20 certámenes, desde la temporada '91/92, hubo seis campeones: River, Newell's, Boca, Vélez, Independiente y San Lorenzo. Los 10 torneos nacionales disputados recientemente acentuaron la brecha entre quienes comen y los que se tienen que conformar con poner la mesa: sólo cuatro cuadros (River, Boca, San Lorenzo y Vélez) se han coronado.

    De no mediar la alegría por ser de un equipo, poco ofrece gran parte de los clubes argentinos a sus aficionados. Resignados a ver que las deudas de sus instituciones apreciadas tienden a subir, los hinchas se contentan con algún que otro éxito resonante ante los que lideran las competiciones o frente a clásicos rivales. Viven del algo es algo, lo cual equipara o supera lo brindado en términos generales desde la presidencia y las gobernaciones en el país.


Venga, compadre

    Salida al recreo de clases en las que los profesores de flexibilización laboral amonestan por razones tales como posesión de hijos en edad escolar, edad superior a 40 años o barrio de residencia, el fútbol alimenta la ilusión de ser sin restricciones.

    Lamentablemente, es ingenuo quien cree que la Argentina futbolera habilita para ser de un club en cualquier lugar. En 1992, un riocuartense asistió por primera vez a la Bombonera, acompañado por su padre, a ver al Boca de ambos como local frente a Independiente por el torneo Clausura '91/92. Antes del cotejo que terminó 2-1 para los boquenses gracias a un par de goles de Diego Latorre, el pibe compró frente al estadio un gorrito de su equipo. Después del juego, mientras bajaba los escalones de la segunda bandeja de la popular que da espaldas a Casa Amarilla, escuchó a un muchacho decirle: "El gorrito es mejor que ahora te lo saques". Este hincha, avezado, conocía los riesgos de caminar por la calle con un elemento identificatorio de un club. La recomendación era adecuada: en 1994, una golpiza de salvajes que al rato alentaron a Boca mató a Germán Bértolo, quien había osado mostrar colores de Independiente antes de la revancha entre ambos clubes por la final del torneo sudamericano Supercopa '94, que consagró a los rojos de Avellaneda.

    El convite sintetizado en la expresión "venga, compadre" se hace entre hinchas de una misma divisa, a quienes no les interesa si sus pares son casados, solteros, trabajan, estudian, viajan en colectivo o hacen dedo a los camiones. Aceptar una invitación de alguien del cuadro rival es distinto: comporta el riesgo de ser enviado a la segunda parte del canto "Fulano, compadre /..." y, lo que es mucho peor, padecer sanguinarias demostraciones de violencia.

    Tal lo indicado por Alabarces y Rodríguez (1996), el hecho de que en alta medida los relatos de identidad de jóvenes excluidos giren en derredor del fútbol deriva en más de un caso en la asunción de conductas violentas, por ejemplo, contra el otro -identidad opositiva.

    Esta actitud hacia el otro conduce a un estilo de hincha que no concibe la idea de desear únicamente las victorias de su equipo. Quiere, con fervor, que pierdan sus enconados oponentes y no se disgusta con que sus hinchas o sus barras reciban tundas feroces.

    El otro es el contrario en la guerra -quien piense en exageraciones, tenga a bien recordar emboscadas, balazos, caños lanzados de una tribuna a otra como si fueran bombitas de agua-, no la parte complementaria de una competencia.

    Esta noción de "nosotros sí, los otros no; vivamos nosotros y que revienten los otros" no es pletórica de solidaridad. Ni es única expresión de tal tipo en la Argentina, donde un candidato que no pudo ser presidente en 1999 remató la idea de que el trabajo en el país debía ser para los argentinos con esta frase, letra más, eventual desmentida menos: "No me importa que me digan chauvinista".

    Con esa sentencia por parte de un casi presidente de la Nación, poco puede sorprender la visión y la audición de hinchas de fútbol que saltan al grito de: "Cantemos todos que La Boca está de luto / que son todos negros putos de Bolivia y Paraguay".

    Mario Margulis (1997) está en lo cierto: en la Argentina es difícil ser creíble negando la xenofobia existente, sobre todo contra inmigrantes bolivianos, paraguayos y chilenos que en un marco de desempleo aparecen como los que disputan los escasos puestos disponibles.


Un momento

    El fútbol calma a quien piensa que en cada habitante de la Argentina anida un xenófobo que ama serlo: en las canchas, los cánticos son generalmente iniciados por los barras bravas, quienes a menudo conminan a los hinchas para que los acompañen en los coros.

    Los que no pagan la entrada tienden a instar a los hinchas -a fuerza de insultos o de golpes- a entonar lo que la barra decide. Por ello, personas que usan encendedores y fósforos apenas para encender cigarrillos de tabaco no tienen más remedio -si quieren cantar- que anunciar que van a prender fuego a los barrios de donde son los equipos rivales. Hinchas que no se reconocen racistas, xenófobos u homófobos, al son de la barra brava cantan que los rivales "son todos negros putos de Bolivia y Paraguay".

    Hombres y mujeres cuyos permitidos de fin de semana no van más allá de una cerveza, en la tribuna sentencian: "A vos te sigo, vos sos mi vida / siempre te voy a alentar / con marihuana, con cocaína".

    Cual maestro ante un alumnado de escuela primaria estereotipados, el barra brava sabe que sus conducidos han de repetir lo que él ordene vociferar. Si en el aula la reiteración estudiantil de lo hablado por el docente acontece por el respeto que su figura inspira, en la popular la iteración se produce por el temor que el barra brava infunde.

    La situación lleva a considerar atinado lo dicho por Renato Ortiz a colación del concepto "multitud", que "presupone la dilución de las individualidades" 7 (1996 : 99) y "propicia un comportamiento irracional y emocional" 8 (1996 : 99).

    Ortiz afirma que "entre el gesto inicial del "conductor de multitudes" y su repetición, casi automática, por los participantes de una aglomeración, no existe ninguna mediación de la conciencia. Las particularidades de cada uno se encuentran anuladas por la coerción del todo" 9 (1996: 99, 100).

    Está al alcance de la mano la alternativa de pensar a la barra brava como el malvado Gargamel y de asemejar a los hinchas a los inofensivos Pitufos. Las consecuencias de elegir ese camino pueden ser similares a las de la mujer tras probar la manzana.


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