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El hinchismo como espectáculo total:
una puesta en escena codificada y paródica

  Profesor de Etnología de la Universidad de Provenza
(Francia)
Christian Bromberger

 

 

 

 
Traducción de Lelia Gándara del capítulo 16: "Le supporterisme comme spectacle total: une mise en scène codifiée et parodique", del libro "Le match de football. Ethnologie d'une passion partisane à Marseille, Naples et Turin", Paris, Maison des sciences de l'homme, 1995.
 

 
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 7 - N° 36 - Mayo de 2001

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“Tutti insieme! Avanti! Dietro! A sinistra! A destra!”
(¡Todos juntos adelante! ¡Atrás! ¡A la izquierda! ¡A la derecha!)
(Órdenes dadas por el capo tifoso a sus tropas para componer una coreografía.)

“Mamma.... Solo il Napoli ti eguaglia.”
(Mamá... Sólo el Napoli te iguala.)


     El partido de fútbol se singulariza, en relación con otras formas de representación (incluidas las deportivas, ya que por ejemplo se produce un silencio de misa alrededor de una cancha de tenis), por una intensa participación corporal y sensorial de los espectadores. Se recurre a todos los registros de la comunicación (verbal, gestual, instrumental, gráfica), asociados o no, para sostener al equipo, expresar el odio al contrario y acompasar el “drama sacrificial”. La voz es utilizada para comentar el partido, para prodigar aliento e insultos, para entonar al unísono slogans rimados y cantos; los instrumentos (tambores, bocinas, pitos, trompetas) marcan el tempo de las exhortaciones y de la carga (batería de tambores) señalando con énfasis las hazañas de los nuestros y los reveses de los otros (suena la trompeta puntuando una serie de dribbles, un gol victorioso o una lesión infligida a un adversario); posturas y gestos codificados - a veces figurativos- expresan la alegría, el entusiasmo, el desconcierto, la fidelidad, la desgracia que se desea a los otros; la escritura, que tiene como soporte banderas o bien se arma con letras movibles, permite dirigir mensajes de aliento al propio equipo, insultos al contrario o incluso mostrar el nombre del grupo de hinchas al que se pertenece; el dibujo caricaturiza a los adversarios y adorna y sacraliza a los héroes; la vestimenta, el aspecto (bufandas, pelucas, muecas en los rostros...), los accesorios bélicos (estandartes) colman el estadio con los colores del club del que se es hincha, mientras que diversos emblemas (calaveras, máscaras de diablo, un ataúd reservado al equipo rival) simbolizan la desgracia que se desea al adversario.


Un espectáculo total
     Se trata, entonces, de un espectáculo total que derrumba las fronteras convencionales de la representación. Los espectadores son también actores del drama. Patalean, “vibran”, exultan, intervienen, protestan al unísono con los jugadores a los que apoyan, como en algunas formas de teatro popular (los misterios de la Edad Media, los ta’ziye del mundo iraní1, por ejemplo). Pero estos actores son también objetos de espectáculo para el público reunido en el recinto anular2 del estadio. Los hinchas cumplen así tres roles que combinan y asumen con mayor o menor intensidad en los diferentes momentos del partido: miran, actúan, hacen el espectáculo.

     Esta participación mimética y visible se traduce en un gasto corporal festivo3, es decir excesivo, liberado de la pesadez y del trabajo cotidiano. ¿Significa esto que los gestos y las vociferaciones son manifestaciones espontáneas, expresiones en estado bruto de la fuerza de las emociones? En realidad estas prácticas están en su mayor parte estrictamente codificadas y ritualizadas, es decir que se encuentran en el extremo opuesto al desahogo anárquico, a la “confusión”, a la “viscosidad”4 que perciben demasiado ligeramente una psicología y una antropología simplistas. Distinguiremos dos grandes tipos de codificación de estas emociones de los hinchas: en un primer registro encontramos las actitudes y comportamientos programados, a veces repetidos y cronometrados, que acompañan las secuencias constantes del guión de un partido; en un segundo registro, las reacciones puntuales - estereotipadas también pero menos elaboradas - que acompañan el desarrollo singular e imprevisible del partido.

     Entre las manifestaciones visuales y sonoras que conforman la trama fija de la demostración partidaria, retendremos, entre otras, los slogans y cánticos que los hinchas entonan en un momento bien determinado (por ejemplo, los Ultras marselleses ejecutan su himno por primera vez en la tarde tres cuartos de hora antes del inicio del partido), la exhibición de estandartes, bufandas, emblemas, durante la primera media hora que precede al puntapié inicial, luego a la entrada de los jugadores a la cancha, el sonido de los cornos, la quema de bengalas multicolores. Mientras se anuncia la composición del equipo, los Ultras levantan el brazo al compás, con la mano o el puño cerrado, y durante el partido ejecutan invariablemente figuras gestuales bajo las órdenes del capo tifoso. A esas secuencias colectivas fijas -independientes del contexto específico del partido- se agregan variantes, también programadas, que marcan la importancia particular de un encuentro: por ejemplo, antes del partido agitar globos o pompones con los colores del club, bajar la cabeza y dar la espalda sosteniendo al vecino por los hombros para dar a ver al público un inmenso pachtwork que abarca toda la tribuna, componer una coreografía colorida, como cuando el encuentro entre Torino-Iuve, o incluso una efigie emblemática - una de las antiguas naves típicas marsellesas, en la semifinal de la Copa de Europa OM-Spartak en 1991 - etc. Luego, a la entrada del equipo a la cancha, desplegar una inmensa bandera marca las grandes ocasiones.

     Las emociones y reacciones que genera el desarrollo aleatorio del partido se expresan a través de una serie de gestos y palabras convencionalizadas que dejan, al fin de cuentas, poco espacio a la explosión errática de los afectos : aplausos para marcar la satisfacción, silbidos para manifestar la desaprobación, abrazos y saltos para demostrar la alegría después del gol, corte de manga para señalar el júbilo que genera un revés del adversario, una “ola” para expresar el entusiasmo colectivo, las manos encima de la cabeza para expresar desilusión, un brazo que se levanta con la palma abierta para protestar, slogans vengativos para gritar la cólera o si no los brazos paralelos extendidos horizontalmente, pero juntos con los dedos haciendo cuernos para conjurar la mala suerte y la angustia ante el penal. Los gestos que se dirigen los jefes de las hinchadas enfrentadas constituyen un verdadero lenguaje, una especie de semáforo de la provocación: las manos levantadas sobre la cabeza como orejas de burro estigmatizan la cobardía de los hinchas adversarios, balancear los antebrazos simboliza la dominación (sexual), hacer un molino con las manos anuncia “nos vemos a la salida para arreglar cuentas”. Escapan parcialmente a esta codificación los desórdenes que se producen en las tribunas luego de un gol definitorio: los hinchas gritan de alegría, se lanzan rodando unos sobre otros, simulan peleas que pocas veces degeneran, lanzan a alguno hacia las gradas situadas más abajo, jugando a hacerse los locos, después de los interminables minutos de espera y ansiedad. Pero este juego conoce sus límites, y se suele disfrutar más tanteándolos que transgrediéndolos.

     En síntesis, los ritos5 del hinchismo ofrecen una gama limitada de gestos y de actitudes estereotipadas (una quincena, sin contar las manifestaciones con emblemas e instrumentos) que canalizan, siguiendo un código culturalmente determinado, las emociones sinceras que se experimenta durante el transcurso del partido. Bajo estas expresiones ostentatorias aflora la parte irreductiblemente individual de lo sensible: la palidez de un semblante, los temblores, una lágrima que alguien se apura a enjugar, una mirada perdida... Si bien resulta aceptable en el contexto del partido decir malas palabras, silbar, aplaudir a todo trapo, no lo es tanto dar signos tangibles de fragilidad en este ámbito de hombres. La ritualización colectiva se ofrece como una contención al flujo de emociones íntimas6, a una «feminización» del espectáculo.

     El partido de fútbol, el «tierno verde del césped7» en el que se destaca el ballet colorido de los jugadores, los arabescos de los laterales, el desarrollo geométrico del juego, los saltos de los arqueros…, tiene un lugar entre las artes visuales, fuente privilegiada - e incluso única para algunos, como señala P. Handke (Handke 1980: 26) - de experiencia y de sentimiento estéticos. El espectáculo de las gradas acrecienta el de la cancha: ornamentos, disfraces estandartes y banderines, coreografías, movimientos ondulantes de los cuerpos formando una ola, cantos, ritmos, redobles de tambor, sonido de trompetas, etc. que componen una especie de ópera8, un momento excepcional de estetización festiva de la vida colectiva.

     Esta puesta en escena espectacular del entusiasmo da muestras de un sentido agudo de la composición, es decir de la capacidad de «arreglárselas con los medios que hay abordo» (Lévi-Strauss 1962: 27), para asignar nuevas funcionalidades a los materiales disponibles. En este sentido la cultura del hinchismo es creativa, transforma platos de cartón y bufandas que se agitan o se hacen girar en accesorios coreográficos, utiliza el material náutico (cornos, bengalas de salvataje) para saludar la entrada y las hazañas de los jugadores; toma instrumentos del folklore (las matracas), de la religión toma los emblemas (crucifijos, etc.), del ejército los estandartes, de los manifestantes de las calles la postura de combate, de las organizaciones políticas los símbolos más provocadores, de los movimientos revolucionarios la imagen de sus ídolos. Voraz, integra todo elemento nuevo que pueda aportar al espectáculo, alentar al propio equipo o intimidar al adversario.

     Esta voracidad resulta particularmente sorprendente cuando se examina el repertorio vocal y coral de los hinchas. Los ritmos y melodías que se repiten o sobre los que se fijan palabras partidarias, provienen de los géneros populares más heterogéneos: cánticos religiosos (Ave María de Lourdes), arias de ópera (Marcha triunfal de Aída de Verdi), himnos nacionales (se entona La Marsellesa en Marsella así como en Nápoles, y se la ejecutaba especialmente en Turín para alentar a Platini), música militar (El saludo a los jefes de la Marina norteamericana en Turín), «éxitos» internacionales de ayer y de hoy (When the Saints Go Marching in, My Darling Clementine, Guantanamera, Yellow Submarine, La Pantera rosa, Che sarà sarà, Pomrompompero, La Lambada...), éxitos locales o canciones populares regionales (O’surdato ‘nnammurato9, Gatta Cenerentola...10 en Nápoles, Quel mazzolin di fiori / Che tien dalla montagna11), cánticos nacionalistas (los Ultras marselleses recientemente integraron a su repertorio la melodía de La Coupo Santo12, que fuera la melodía del himno del club), música de danzas folklóricas (la tarantela en Nápoles), slogans políticos (como el de Mayo ‘68 «Ce n’est qu’un début/Continuons le combat!»13, que aportó su ritmo a «Qui c’est les plus forts / les plus forts c’est l’OM!»14 y «X, salaud, le peuple aura ta peau!»15, que se transformó, en las tribunas en «L’arbitre, salaud, le peuple aura ta peau!»16), etc. Esta concreción y reinterpretación de repertorios extraordinariamente variados, ¿no son acaso marcas de la versión contemporánea, por excelencia, del folklore, «ese aglomerado indigesto de todas las concepciones del mundo y de la vida que se han sucedido», según la definición de A. Gramsci? (Gramsci 1975: 288.) El partido de fútbol es una de las raras ocasiones en que se expresa en forma colectiva un folklore viviente, un mínimo cultural compartido que sella una pertenencia común.

     Dos rasgos merecen además ser señalados para tener una noción de la magnitud de este folklore espectacular de nuestro tiempo: la uniformidad relativa de un estadio a otro de los repertorios gestuales, vocales, instrumentales y la particularización, en algunos matices altamente significativos, de cada «tradición» local, regional o nacional.


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