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FRANCIA '98
La alegría, igual que las vaquitas, fue ajena. La fiesta fue para el anfitrión. A nosotros nos quedaron las penas. Es cierto, se lo ve a Batistuta con la boca llena de gol después de salvar el debut con Japón. Y la felicidad parece mayor en ese salto eterno de Ortega o en la pirámide comandada por Verón. Fue en el 5-0 a Jamaica, que ofreció su fiesta en la tribuna, exhibiendo bellezas de pechos generosos que, imágenes mediante, recorrieron todo el mundo.
También recuerda la fiesta la foto de la victoria ante Inglaterra. Aquella noche de Saint Etienne confirmó que, muchas veces, el fútbol es algo más que un simple partido.
Que todos quieren subirse al espectáculo del Mundial lo confirmaron los homo Hooligans Britannicus. La imagen muestra al protonazi debajo de una bota y de un bastón militar. Sus vecinos escoceses festejaron hasta el último día la eliminación de su selección. Levantando sus polleras y mostrando sus traseros blancos, redondos, también ellos hinchados de cerveza, bebiendo hasta quedar tumbados, sólo acompañados de latas y botellas obviamente vacías. Estos escoceses, lo alcohólicos anónimos más famosos del mundo, los brasileños, o los propios argentinos, fueron visitantes en una París extraña. Ofendida porque los hinchas le daban la espalda a museos y monumentos y se reunían en las plazas con pantallas gigantes, imantados con una pelota.
Hay muchas imágenes que nos advierten sobre el fin de la fiesta. Se va una de Bergckamp, el verdugo, tirado con sus brazos abrazando al cielo después de su gol. Está la secuencia fatal del Burrito, siguiendo la tradición maldita del número 10. Jugó el Mundial como en el potrero. Esquivando patadas. Pero se fue también como en el potrero, dando un cabezazo. En esa tribuna de Marsella hay otra imagen que muestra al 10, al verdadero héroe maldito. Maradona convertido en postal gardeliana, sólo que a su lado se ve al hincha desolado, confirmando que el sueño se acabó. Están el Burrito, el Bati, la Bruja, el Muñeco. ¿Y Passarella? El Kaiser, que sólo autorizó fotos desde una colina (y porque la colina era pública) no está presente. El no dejó entrar a los reporteros gráficos a sus prácticas. Y los reporteros no lo dejan entrar a su muestra. Fue el Mundial de jugadores vs. periodistas. Un conflicto comercial disfrazado de gesto de protesta. Un silencio inútil.
Que en París hubo fiesta, y que fue ajena, lo muestran las fotos de la final. Ese póster impresionante de Zidane, el hijo de inmigrantes argelinos, que salta por sobre los fotógrafos, y va en busca de su pueblo, como si él fuese el Arco del Triunfo.
La mano piadosa de Thuram sobre su compañero Desailly. El primero nació en las islas Guadalupe, el segundo en Ghana, figuras de una selección multirracial que le dio un puntapié a la xenofobia. Porque la fiesta final, en un coloso cemento que costó más de 400 millones de dólares, tuvo color negro. Claro que, a diferencia de otras veces, los negros que ganaron no fueron los brasileños. Al lastimado Ronaldo, a quien una firma deportiva obligó a jugar (igual que a Pelé una gaseosa lo obliga a sonreír de por vida), se lo ve destrozado. En otra imagen, conmovedora, su compañero César Sampaio, atleta de Dios, agradece un gol en pose mística. Lástima que las ayudas divinas suelan reducirse a los campos deportivos. Son alegrías fugaces. Pero alegrías al fin. Las imágenes, impecables, lo demuestran.
Ezequiel Fernández Moores
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