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La religiosidad futbolística desde el imaginario social.
Un enfoque antropológico

   
Licenciado en Filosofía: Universidad de Santiago de Compostela (USC).
Doctor en Sociología y Ciencias Políticas (USC).
Profesor Titular de Filosofía y Sociología en el IES Chano Piñeiro.
Integrante del GCEIS (Grupo Compostela de Estudios sobre Imaginarios sociales)
 
 
Enrique Carretero Pasín
quiquecarretero@terra.es
(Españal)
 

 

 

 

 
Resumen
    Este trabajo examina la trascendencia sociológica del fútbol a partir de la perspectiva abierta por la concepción del imaginario social. Primero, expone las claves del análisis tradicional del fútbol planteado por la sociología crítica. Luego, explora el componente de religiosidad que se manifiesta en diferentes fenómenos sociales aparentemente seculares. Posteriormente, interpreta el fenómeno futbolístico a la luz del imaginario social en una doble vertiente: lo imaginario como transfigurador de lo cotidiano y como configurador de identidad.
    Palabras clave: Imaginario. Religiosidad. Cotidianeidad. Identidad.
 
Abstract
    This work examines the sociological transcendency of the football from the perspective opened by the conception of the imaginary social one. First, it exposes the keys of the traditional analysis of the football raised by the critical sociology. Then, it explores the component of religiousness that demonstrates in different social seemingly secular phenomena. Later, it interprets the soccer phenomenon in the light of the imaginary social one in a double slope: the imaginary thing as transfigurator of the daily thing and as configurator of identity.
    Keywords: Imaginary. Religiousness. Ordinariness. Identity.
 

 
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 10 - N° 88 - Setiembre de 2005

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1. Lo popular bajo sospecha en la Sociología crítica

    El campo intelectual ha considerado tradicionalmente el mundo del fútbol con un cierto recelo. Buena parte de los análisis sociológicos contemporáneos han interpretado, en líneas generales, el deporte y más concretamente el espectáculo futbolístico como un mecanismo funcional siempre estrechamente ligado al servicio del mantenimiento de una arquitectura social con fuertes contradicciones internas. Dichos análisis se entroncan en el marco de una sociología crítica especialmente comprometida con el proceso teórico-práctico de liberación de aquello que contribuiría a sostener un estado de alienación social, es decir una situación social en la que a ciertos individuos se le aborta el desarrollo de las potenciales facultades ennoblecedoras de su ser. A la cristalización de esta visión ha contribuido de una manera especial el hecho de que el fútbol como deporte, prácticamente desde sus orígenes, se hubiese consolidado históricamente en un contexto social industrial, convirtiéndose rápidamente en el signo distintivo de identidad del obrerismo. Este análisis teórico se funda sobre dos principios fundamentales:

  1. El sólido arraigo popular de algunos deportes, como es el caso del fútbol, ha sido identificado con una falsa conciencia que impediría que aquellos sectores sociales víctimas de una explotación y dominación social, especialmente el proletariado urbano-industrial, tomasen conciencia crítica de su verdadera condición social, asegurando, de este modo, una connaturalizada y aproblemática aceptación del orden social establecido, o, en terminología de Antonio Gramsci, favoreciendo la pervivencia de una hegemonía.

  2. El fútbol ha sido contemplado como una estrategia evasiva y ficticia puesta al servicio de aquellos sectores desfavorecidos de la sociedad para ocultar, olvidar, para que éstos no afronten en definitiva, la vida alienada a la que se hallarían irremediablemente sometidos; en otros términos, en este contexto, el fútbol es visto como una nueva modalidad de opio del pueblo.

    Para decirlo de un modo sintético, el fútbol, en su fuerte dimensión popular, tendría un carácter propiamente ideológico. Un modo de operación de la ideología que, sin embargo, actuaría en aquellos ámbitos de la existencia cotidiana en donde aparentemente no alcanzaría el ejercicio de lo que Louis Althusser denominaba los Aparatos Ideológicos del Estado (educativo y familiar), a saber: el tiempo de ocio. En esta perspectiva, evidentemente, se enfatiza una génesis explicativa económico-política del fútbol, se trata de establecer una intrínseca ligazón entre el fenómeno futbolístico y una específica infraestructura económica o un modo de ejercicio del poder político que gobierna una sociedad, buscando descifrar las claves de aquel a partir de éstos. La tesis expresada por Jean Marie Brohm, figura emblemática de esta actitud, condensa perfectamente esta posición teórica. "La institución deportiva es una petrificación ideológica que participa en el mantenimiento del"" orden burgués, destilando masivamente la ideología dominante. La ideología posee muchas funciones combinadas que se conjugan para estructurar la práctica cotidiana de las masas populares, para vincularlas al todo social de sus relaciones recíprocas" (Brohm, 1975: 305).

    Esta concepción sociológica económico-política del fútbol presupone, en última instancia, que los aficionados al fútbol no son más que víctimas de una ideología dominante; en suma que no son más que individuos instrumentalizados al servicio de ocultos intereses que escaparían por otra parte a su voluntad. Desde esta perspectiva, la de una cierta parte de la sociología crítica, lo popular en general y el fútbol en particular no sería más que el receptáculo en donde se proyecta y capilariza una interesada visión del mundo dictada por agentes exteriores a lo popular. No obstante, como bien ha mostrado autores como Christian Bromberger (1998: 16-35) o Pierre Sansot (1986: 63-699, esta reduccionista perspectiva de análisis no parece resolver ciertas objeciones:

  1. El fútbol ha sido, en determinadas circunstancias históricas, un catalizador de reivindicaciones contestatarias, estimulando la movilización de grupos sociales que tratan de dislocar el orden institucional establecido.

  2. Los seguidores de equipos de fútbol, aquellos supuestamente alienados, no se corresponden exclusivamente con los sectores más desfavorecidos de la sociedad, puesto que los aficionados se corresponden con un abanico de diferentes estratos sociales.

  3. El seguimiento del fútbol no está necesariamente reñido con una toma de posición crítica. Ambas son o pueden llegar a ser perfectamente reconciliables.

  4. Es necesario distinguir la institución de la práctica y del espectáculo deportivo. El espectáculo y la práctica excederían con creces la concepción del deporte como institución.


2. Repensar la naturaleza de las nuevas modalidades de religiosidad

    El fútbol, a pesar de las infructuosas y en ocasiones justificadas intenciones de la sociología crítica en los años setenta, no solamente no ha declinado socialmente en las últimas décadas sino que ha llegado incluso a extender su horizonte de un modo desorbitado, constituyendo, en palabras de Bromberger, "una pasión planetaria" (Bromberger, 1995: 1) de tal grado que, a juicio de este autor, podríamos estar asistiendo al nacimiento de un fenómeno sociológico novedoso caracterizado por una generalizada "futbolización de la sociedad" (Ibid: 5). El espíritu de la sociología crítica ha logrado impregnar y estimular en las últimas décadas del pasado siglo diferentes movimientos: político-revolucionarios (dinamizando el anhelo revolucionario de la clase obrera), socio-políticos tales como el feminismo (vinculando las relaciones entre sexos a unos concretos determinantes económico-políticos) o el ecologismo (aplicando estos determinantes a la relación hombre-naturaleza). No obstante, cuando ha intentando ejercer su radio de acción en torno al fútbol no se ha encontrado más que el fracaso.

    Las razones de este fracaso se hallan en la incapacidad de la sociología crítica para abrirse a una consideración del fútbol como, por utilizar el calificativo de Marcel Mauss, "fenómeno social total" y por consiguiente a una interpretación de éste desde una socio-antropología de las profundidades. Esta perspectiva permite comprender la atracción generada por el fútbol a partir de ciertos elementos arcaicos que estarían operando en la vida social. El fútbol, dado que en su seno parecen mostrarse unas constantes sociológicas planetarias, reclama un análisis en el que entre en juego una dimensión propiamente antropológica, puesto que no en vano, como afirma Eric Dunning, se ha convertido en "una de las principales fuentes de sentido en la vida de numerosas personas" (Dunning, 1992: 267). El fútbol, también, desde su fuerte arraigo popular, cotidiano, permite repensar el significado global del hombre, de la cultura, del tiempo, etc. desde lo más cercano, constituyéndose en un objeto de estudio capaz de estimular una verdadera metafísica de lo concreto en la que, a diferencia del aséptico intelectualismo, no nos distanciamos de la vivencia significativa que sujetos tienen del mundo. En términos de Sansot, el fútbol "muestra como a través de los comportamientos menores se nos desvelan los gestos mayores del Anthropos" (Sansot, 1986: 67). El camino, entonces, más acertado para esclarecer el significado de ciertos elementos arcaicos presentes en el fútbol es, siguiendo a Marc Augé (1999), adoptar como óptica la proporcionada por la antropología de las religiones, considerando al fútbol como un fenómeno social esencialmente religioso.

    La religiosidad bien puede definirse, a grandes rasgos, como un conjunto de prácticas simbólico-rituales que el ser humano establece en relación con el orden de lo sagrado. Lo sagrado va a desbordar, a exceder, la identificación con el campo específico de la religión institucionalizada. Lo sagrado puede adoptar una fisiognomía religiosa, pero no exclusivamente. Puede también adoptar otras modulaciones: la política, el individuo, el progreso, etc. (Rivière, 1990: 7-21). Conviene, entonces, primeramente, elucidar cuales son los rasgos de la religiosidad en general como fenómeno sociológico y más concretamente la persistente fisiognomía de lo sagrado en la vida social. Todo ello encaminado a clarificar una paradoja perfectamente diagnosticada por Jean-Pierre Sironneau: "por una parte la afirmación, derivada de diversos análisis, de que el mundo occidental moderno está secularizado y desacralizado; por otra parte la utilización frecuente por las ciencias humanas del concepto de sagrado para dar cuenta de numerosos comportamientos, individuales o colectivos, de nuestros contemporáneos. ¿Cómo un hombre secularizado o desacralizado puede todavía comprenderse en términos de sagrado?" (Sironneau, 1982: 3). Una paradoja sólo descifrada a partir del reconocimiento de que, como resultado del proceso de secularización que ha afectado a Occidente a raíz de la modernidad, lo sagrado se ha reinvestido en otras esferas de la actividad humana (Ibid: 6). Lo sagrado adoptaría, en efecto, nuevas figuraciones, pero nunca podría llegar a suprimirse, dado que es un componente esencial de toda vida social. Podemos preguntarnos con Roger Bastide: "Más la muerte de los Dioses instituidos entraña una tal desaparición de la experiencia instituyente de lo sagrado a la búsqueda de nuevas formas en donde encarnarse?. Más la crisis de las organizaciones religiosas no proviene de una no-adecuación, cruelmente presentida, entre las exigencias de la experiencia religiosa personal y los marcos institucionales en los cuales se la ha querido encerrar - en vista a menudo tras intuir su potencia explosiva, considerada peligrosa para el orden social?" (Bastide, 1997: 209). El camino, por tanto, más acertado para interpretar esta mutación, este desplazamiento y metamorfosis de lo sagrado, es asumiendo la perspectiva en torno a lo sagrado propuesta por la antropología religiosa planteada especialmente por la Escuela Sociológica francesa y, en otra dirección, por Mircea Eliade.

    Así, Emile Durkheim opone el ámbito de lo sagrado al de lo profano como una constante universal en todo tipo de sociedades (1982: 279-295). Lo sagrado, en cualquier modelo de sociedad, nunca está profanado, pertenece a una dimensión de la existencia social protegida frente a toda posible tentativa colonizadora de lo profano, de lo ordinario. La noción de mana de Marcel Mauss y Henri Hubert (1979: 109-146) apunta en una dirección similar, mostrando en la génesis de la magia y de la religión melanesia una fuerza impersonal y misteriosa que, separada de lo profano, logra encarnarse en diferentes objetos culturales. Los análisis de Durkheim y Mauss poseen la virtud de sugerirnos la posibilidad de repensar lo sagrado, y consiguientemente la distinción sagrado/profano, en el propio marco de una sociedad ahora laica, secularizada o supuestamente desacralizada, ensanchando, de este modo, la consideración de aquel. Toda sociedad necesita inexorablemente re-crear simbólicamente su identidad, re-afirmarse como sociedad (Durkheim). Toda sociedad atribuye a la significación del objeto mágico el magnetismo de abrirnos a realidades que trascienden la ordinaria (Mauss-Hubert). En definitiva, la interpretación de lo sagrado en la Escuela Sociológica francesa estimula una lectura de lo sagrado que, siguiendo a José A. Prades (1998: 288-289), bien podríamos denominar heurística y en la cual todo puede llegar a ser sagrado, en la cual lo sagrado puede estar instalado y operando en diferentes órdenes de la propia vida moderna. Desde esta perspectiva, lo sagrado no se ha visto superado, en realidad, por el racionalismo moderno, sino que, bien al contrario, sigue estando permanentemente presente en la vida de las sociedades.

    Al mismo tiempo, Mircea Eliade, desde una óptica fenomenológica distanciada del sociologismo durkheimiano, coincide, sin embargo, con Durkheim y Mauss-Hubert en la caracterización del fenómeno religioso como oposición entre lo sagrado y lo profano. Eliade distingue en la arquitectura constitutiva de toda cultura un espacio sagrado, "una irrupción de lo sagrado que tiene por efecto liberar un territorio del medio cósmico del entorno y volverlo cualitativamente diferente" (1965: 29) y un tiempo sagrado "intervalos sagrados que no participan en la duración temporal que les precede y les sigue, que poseen otra estructura y otro origen, ya que es un tiempo primordial, santificado por los dioses y susceptible de hacerse presente en las fiestas" (Ibid: 65) diferenciados del espacio/tiempo propiamente ordinario. Pero Eliade fija su atención prioritaria en cómo lo sagrado adquiere formas históricas heterogéneas y múltiples, con independencia de la erosión que sufre el universo simbólico-religioso a raíz del proceso secularizador, centra su interés en "la cambiante morfología de lo sagrado por una parte, sus transformaciones históricas por otra" (Eliade, 1972: 25). Así, muestra, en suma, que lo sagrado se fija a una innumerable gama de objetos que son, así, con-sagrados y convertidos en hierofanías, adquiriendo un carácter distintivo con respecto al mundo de lo profano. De este modo, el objeto hierofánico se sacraliza, "incorpora (es decir revela) otra cosa que no es el mismo" (Ibid: 37). El tiempo sagrado, el tiempo hierofánico, es un tiempo esencialmente distinto del curso de la temporalidad propiamente profana. El rito religioso implicaría, en este sentido, una abolición del tiempo profano, una ruptura con la temporalidad ordinaria, una inmersión en un illo tempore, en un tiempo fundamental en donde el hombre proyecta el devenir en la eternidad, en donde éste "se defiende de lo insignificante, de la nada, en una palabra escapa de la esfera de lo profano" (Ibid: 55). Todas las sociedades, de una forma u otra, tratan de luchar contra el tiempo que desgasta, buscan instalarse en lo atemporal. Esta suspensión del tiempo profano, este rechazo de la historicidad, esta desvalorización del tiempo, esta ansia de vivir en un presente atemporal, delataría, en última instancia, "su sed de realidad y su terror a perderse si se deja invadir por la insignificancia de la existencia profana" (Eliade, 2000a: 92). La huella de esta "salida del tiempo" característica de las sociedades arcaicas persiste en las sociedades actuales, pero aquí la trascendencia del tiempo profano, aquel en el que el hombre está obligado a vivir y a trabajar, se proyecta sobre nuevos escenarios contemporáneos. Se trata del deseo de sumergirse en un "tiempo extranjero", ya sea extático o imaginario, en donde el tiempo adquiere todo su valor e intensidad. El hombre contemporáneo, magnetizado por la fascinación que le provoca la literatura o arrastrado por nuevas micromitologías, como el culto al éxito o al automóvil, busca, a su manera, salirse de la temporalidad ordinaria e instalarse en otro tiempo, en un tiempo primordial. "Como sería de esperar, es siempre la misma lucha contra el tiempo, la misma esperanza de librarse del peso del "tiempo muerto", del tiempo que aplasta y que mata" (Eliade, 2000 b: 163). Así pues, en la relación que el hombre moderno mantiene con respecto al tiempo se descubriría, según Eliade, la necesidad de escamotear esta angustia frente al tiempo histórico. Esto se hace especialmente visible en el culto a las nuevas micromitologías. "Mediante múltiples medios, pero homologables, el hombre moderno se esfuerza, también él, por salir de su "historia" y vivir un ritmo temporal cualitativamente distinto. Y al hacerlo, reencuentra, sin darse cuenta, el comportamiento mítico" (Eliade, 2001: 33). Y esto se proyecta sobre dos escenarios primordiales: el espectáculo y la lectura. "No insistiremos sobre los precedentes mitológicos de la mayor parte de los espectáculos; es suficiente con recordar el origen ritual de la tauromaquia, las carreras, los encuentros deportivos. Todos tienen en común el desarrollarse en un "tiempo concentrado", de una gran intensidad, residuo o sucedáneo del tiempo mágico-religioso" (Ibid: 34).

    Lo sagrado, vértice de sentido de la vida social, ha emigrado, como resultado de la secularización, a dominios ahora laicos, ensamblándose con unas nuevas expresiones profanas. De tal modo que podría hablarse, siguiendo a Luckmann (1973), de una religión invisible, de formas privadas de religiosidad que va a pervivir en el seno de una sociedad ya secularizada. Así, Sironneau (1982) señala el campo de las ideologías políticas como el soporte fundamental de una nueva sacralidad laica que se acompaña de toda una liturgia ritual, simbólica y mítica. Por su parte, Roger Bastide (1997: 209-229) habla de "lo sagrado salvaje", de un fervor creativo instituyente que se apodera de las jóvenes generaciones y que tiende a sobrepasar "lo sagrado domesticado que representa la iglesia instituida". Claude Rivière (1990: 7-21) de una sacralización de lo político. De alguna forma se está insistiendo en una persistencia y al mismo tiempo en un desplazamiento de lo sagrado hacia novedosos espacios. La cuestión clave que debiera estimular, entonces, el análisis sociológico actual sería la formulada por Jean Maisonneuve: una vez erosionada la religión institucional y saturadas las ideologías políticas e incluso lo político en sí mismo, "¿Los rituales deportivos no vienen a sustituir a los cultos religiosos y/o políticos en períodos de desgaste de los mitos y de las ideologías?" (Maisonneuve, 1991: 92). O en unos términos similares Eric Dunning concluye: "En resumen, no es absurdo en modo alguno decir que el deporte está convirtiéndose cada vez más en la religión seglar de esta época cada vez más profana" (Dunning, 1992: 267-268).


3. Una semblanza de las claves interpretativas de la lógica de lo popular

     Para descifrar el auge del fútbol en la vida popular es necesario primeramente desentrañar los códigos que rigen la lógica de lo popular; una lógica que transita por unos derroteros bien diferentes a los de la cultura burguesa. El fútbol, conviene tenerlo presente, desde su aparición a finales del siglo XIX en Gran Bretaña en el seno de las elites, se convirtió en el breve espacio de tiempo de dos décadas en uno de los emblemas representativos de las capas obreras y populares. Y nuestro análisis de la cultura popular, es conveniente matizarlo, aborda ésta antes de su conversión más reciente en lo que Néstor García Canclini denomina hibridajes culturales, es decir una simbiosis de lo popular con las expresiones más patológicas de la modernidad en la que aquel ve degradada su autenticidad (Canclini, 1989). Veamos, pues, los trazos peculiares del universo popular tradicional de las capas obreras:

  1. Mientras la cultura burguesa es una cultura racionalizada, intelectualizada, que ha sabido sublimar la carga instintiva y pulsional que emana espontáneamente de toda sociedad, la cultura popular no ha sufrido, por utilizar el emblemático apelativo de Norbert Elias (1989), la dominación debida al proceso de civilización, o éste no ha llegado al menos a erosionar y colonizar plenamente la idiosincrasia de aquella. La cultura popular es un reservorio que ha conseguido salvaguardarse del generalizado y totalitario proyecto civilizador y por ende racionalizador puesto en funcionamiento en Occidente a raíz de la modernidad a través, sobre todo, de la institución educativa. Ha logrado en mayor o menor medida preservar su identidad frente a un programa disciplinante que estimulara la burguesía con el objetivo de afianzar el ideario productivista que a ésta le resultaba útil. "En términos generales, cabe decir que las clases inferiores dan rienda suelta más directamente a sus afectos e instintos y que su comportamiento está regulado de modo mucho menos estricto que el de las clases inferiores" (Ibid: 466).

    La autocoacción psíquica, la renuncia al disfrute inmediato de los placeres, en lo referido a la totalidad de sus hábitos y sus costumbres, condición fundamental por otra parte de toda subjetividad civilizada, no ha llegado a cuajar, pues, en el universo de la cultura popular. Lo popular se ha mantenido, entonces, bastante inmunizado ante el "monopolio de la violencia" que se proyecta en un "autodominio desapasionado" (Ibid: 458). El burgués, al ser la profesión la justificación de su vida y de su elevada posición social, convierte al trabajo -y a la moralidad que lo acompaña- en una costumbre incluso necesaria para su equilibrio espiritual. La auto-coacción es, en este caso, un ingrediente inexcusable de su propia vida. Las clases obreras entendieron, por el contrario, el trabajo como un mero recurso de subsistencia y de lucha contra la miseria, por lo que no necesitaron interiorizar una moral del trabajo -junto con las auto-coacciones y renuncias que ella implicaba- ajena a su vida. En consecuencia, las capas populares se mueven en una condición de espontaneidad, no llegaron a asimilar la contención y previsión de los impulsos, afectos y emociones a un largo plazo y, en general, una regulación estricta de éstos. Los rasgos distintivos de la cultura popular vendrían caracterizados, entonces, por una lógica en la que aflora lo propiamente emocional, instintivo, pasional. "En el pasado, las funciones de las clases trabajadoras inferiores sólo estaban imbricadas de tal modo en la red de interdependencias que sus miembros se imitaban a intuir las consecuencias a largo plazo y-cuando eran desfavorables- contestaban con la agitación y la sublevación, esto es, con descargas afectivas a corto plazo. Pero sus funciones no estaban constituidas de modo tal que pudieran convertirse siempre de un modo automático las coacciones externas en auto-coacciones; sus tareas cotidianas no daban posibilidad para contener sus deseos y afectos más inmediatos en beneficio de algo que no parecía directamente accesible, razón por la cual sus sublevaciones casi nunca conseguían un éxito duradero" (Ibid: 465). En suma, el proceso civilizador ha resultado infructuoso cuando ha tratado de domesticar lo popular.

  2. Lo popular ha discurrido por cauces alternativos, distanciados y en ocasiones marginales con respecto a la cultura oficial, institucionalizada. La institucionalización del Estado-Nación resultante de la modernidad supuso la conformación, tal como ha puesto de manifiesto Michel Foucault, de una racionalidad política, de una "microfísica del poder" (Foucault, 1994: 11-37) de un aparato institucional encaminado a racionalizar, gestionar y administrar los diferentes plexos en los que se desenvuelve la vida cotidiana, yuxtaponiéndose y finalmente solapando la cultura popular. Asimismo, la modernidad nace en abierta oposición con la tradición, instaura una versión progresista del mundo, una mirada de futuro siempre inconclusa, para la cual la tradición es algo siempre a superar, un anacronismo que frena el despliegue de un ideal de progreso convertido ahora en nueva forma de deidad. En consecuencia, todo un universo mítico-simbólico tradicional y fuertemente arraigado en la vida popular de las sociedades pre-modernas, una constelación de formas simbólicas, de leyendas, de ritos y de tradiciones se ve denostado y sepultado, dado que ya no resulta funcional a la lógica productiva e institucional que se había diseñado. El programa de vida moderno, aliado con un modelo de ciencia explicativo-causal, provoca una "decadencia del simbolismo" (Huizinga, 2001: 267-282), desencanta el mundo, es, en suma, un proyecto desmitologizador y desmagizador. Sin embargo, la cultura popular ha logrado preservar y salvaguardar en muchos casos su idiosincrasia al margen de las coacciones de la sociedad instituida. Por eso, se ha mantenido fiel, utilizando la terminología de Edgar Morin (1991: 116-131), a una noosfera peculiar, a un reservorio mítico, mágico, ritual, simbólico, a una religiosidad popular, en definitiva a instancias no-racionales, vilipendiadas por la versión racional y productiva del mundo auspiciada en la modernidad. El universo popular es, en este sentido, pre-racional, vivió de espaldas y con una vida propia con respecto a la visión del mundo moderna. La noosfera característica de la cultura popular delata, pues, una supervivencia de elementos culturales pre-modernos en un espectro de vida que, por otra parte, ya está instalado plenamente en el seno de la modernidad.

    El prototipo de racionalidad política, que invade la económica o incluso la ciencia y la técnica, tal como nos muestra Michel de Certeau, sigue un "modelo estratégico", "postula un lugar susceptible de ser circunscrito como propio que sirve de base a una gestión de sus relaciones con una exterioridad distinta" (De Certau, 1990: 9). Pero, de un modo clandestino, subterráneo y hasta incluso sibilino, perviven en la cotidianeidad de la vida cultural popular unas actitudes y unas prácticas, siguiendo a De Certeau, "tácticas", en las que se preserva la "estructura de un imaginario social" que sirve de contra-resistencia frente a las coacciones impuestas por la racionalidad política (Ibid: 66-68). La desproporción entre la red institucionalizada de estrategias y el acerbo cultural de las tácticas refleja la tensión permanente establecida entre modernidad y tradición. Una distinción análoga plantea Michel Maffesoli entre poder y la puissance (potencia) para interpretar el conflicto entre lo institucional y lo popular. Mientras el poder busca gestionar y controlar de un modo vertical y a través de una monovalencia racional la vida cotidiana, la puissance es lo que lo que posibilita un dinamismo creativo, una "imaginación amplificadora", por medio de la cual se delataría un ansía antropológica por trascender, por remagizar, la existencia cotidiana (Maffesoli, 1990: 94-106). Es, en última instancia la contradictoria e irresoluble relación, que la modernidad ha intensificado, entre lo instituido y lo instituyente. Así pues, mientras los grupos socialmente privilegiados se adhieren a las instituciones y las legitiman, las capas populares, al no disponer de recursos económicos o del capital simbólico necesario para adherirse y actuar desde ellas, operan al margen de la vida institucional, preservando con mayor o menor degradación un universo simbólico premoderno que da sentido, a través de un continuismo histórico, a la totalidad de las diferentes dimensiones sociales en las que se desenvuelve su vida. En otros términos, mientras los grupos socialmente dominantes se instalan en el ámbito de la racionalidad científica, económica y política institucionalizada, son en suma tecnócratas o gestores adheridos con un mayor o menor grado de credibilidad al aparato institucional, las capas populares viven, por el contrario, sumergidas en un horizonte de vida en donde el mito, la fábula, la magia, lo imaginario, adquieren un sentido fundamental. La misma tensión se reproduce en el campo de lo religioso. Mientras los grupos socialmente dominantes se alían y legitiman a la iglesia como institución, las capas populares viven en el seno de una espontánea, arcaica y compleja religiosidad popular.

  3. La visión burguesa del mundo, respaldada por una parte por un mito del progreso entendido como un incesante e inacabado proyecto de futuro y por otra parte por el puritanismo auspiciado por la reforma religiosa protestante, posterga y difiere la conquista del goce y de una vida placentera en un tiempo siempre lejano. Como ya puso de relieve Max Weber, el burgués, impulsado en el fondo por un ideal ascético-racional intramundano, renuncia a los placeres más inmediatos, contiene e hipoteca el gozo del presente y lo proyecta en una temporalidad futura. Se vuelca en una moral del trabajo como deber-ser profesional, con claros tintes sacrificiales, que da significado a su vida y por medio de la cual anhela alcanzar una dicha siempre, eso sí, futura. No en vano, este ascetismo puritano tenía como objetivo "terminar de una vez con el goce despreocupado de la espontaneidad vital, y el medio más adecuado de lograrlo, poner un orden en la conducta de los ascetas"(Weber, 1979: 153). En el decálogo de las originarias virtudes burguesas Werner Sombart subraya como capital una racionalización de la administración económica estrechamente ligada a un sólido espíritu de ahorro. El despilfarro y la ociosidad son los dos grandes enemigos de las virtudes burguesas tanto privadas como públicas (Sombart, 1972: 171). La posición ante la vida burguesa implicaba, así, una lucha denodada contra toda tentativa de asumir la fugacidad del placer en un tiempo presente.

    Las capas populares en Europa, no obstante, rechazaron desde un primer momento esta visión burguesa del mundo, no llegaron a absorber este ideal ascético-racional y cuando se vieron forzadas a introducirse en el sistema productivo industrial diseñado por la burguesía respondieron, como bien mostró Edward Palmer Thompson, con unas sordas prácticas de contra-resistencia que trataban de quebrantar las coacciones de un ordenamiento productivo legitimado por aquel ascetismo (Thompson, 1979). Las capas populares, por tanto, no interiorizaron la postergación del placer inmediato en una dimensión futura, guardando fidelidad a una actitud presentista, a una actitud vital condensada en el proverbial carpe diem. El análisis ya clásico de las clases populares llevado a cabo por Richard Hoggart concluye afirmando: "Por regla general, las condiciones de vida inclinan a aprovechar el presente sin un sueño de organización de los comportamientos en función del futuro". "A este respecto, los miembros de las clases populares son desde siempre unos epicúreos de la vida cotidiana". "Vivir al día no es sinónimo de pobreza, de carestía o de falta de previsión; es un estilo de vida"(Hoggart, 1970). En suma, el ideal de futuro burgués nunca ha encontrado históricamente un gran eco en el universo popular. Tal como ha subrayado Maffesoli, aunque en ocasiones y siempre desde una actitud de un doble juego, de un aparentar que se cree sin en realidad creer, las capas populares hayan mostrado una teatral credibilidad con respecto al orden económico y a la actitud moral burguesa que lo sostiene, lo han hecho con la única intención de favorecerse o de sacar provecho de ello (Maffesoli, 1998: 70-71). Descreídas y en su fuero interno profundamente escépticas o amorales con respecto a una moralidad oficial que es propugnada fundamentalmente desde las instituciones eclesiásticas y cuyo único objetivo era legitimar el orden productivo burgués, las capas populares no se llegaron a adherir más que aparentemente a la visión burguesa del mundo.

    Este presentismo popular se manifiesta en su irrefrenable atracción por lo festivo como exaltación de un exceso, un desenfreno y una desmedida que atentan contra las virtudes cardinales auspiciadas por la visión del mundo burgués. Desde sus orígenes, como afirma Roger Caillois, "la fiesta, representando un tal paroxismo de vida y resaltando tan violentamente sobre las pequeñas preocupaciones de la vida diaria, parezca al individuo como otro mundo, donde se siente sostenido y transformado por fuerzas que lo rebasan" (Caillois, 1996: 111). La fiesta, en lo que implica de suspensión de la actividad productiva, expresa una efervescencia de un anhelo de vivir sin las trabas o coerciones morales, institucionales y laborales que da buena cuenta de la mentalidad popular. En ella, se desata el elemento dionisiaco, expulsado por el racionalismo y el ascetismo instaurado por la actitud ante el mundo burguesa, aflora una afirmación del presente en su máxima intensidad. Es la expresión máxima en donde lo productivo se ve soterrado por lo improductivo, en donde lo lúdico suplanta a lo serio, en donde el caos le gana la partida al orden, en donde la vida no admite aplazamientos. También es, como puso de relieve Mijail Batjin al estudiar el carnaval, una transitoria trasgresión y subversión del orden social instituido, de la sociedad institucionalizada, oficial (Batjin, 1971). La fiesta es la dimensión espacio-temporal en donde, además, no en vano la sociabilidad pasa a ocupar el primer plano de la vida social en detrimento del individualismo que, tal como mostrara Louis Dumont (1987) fuera el correlato necesario sobre el que se había sustentado la mentalidad social forjada por una pujante burguesía. La ruptura de las inhibiciones producida en la fiesta logra disolver las fronteras delimitadoras de las atomizadas subjetividades derivadas del individualismo, revivificando y refortaleciendo el sentimiento de colectividad, convirtiéndose "en un medio de comunión exaltadora que da la sensación de un rejuvenecimiento, de una refundición de la sociedad y que, por lo tanto, la refunden y rejuvenecen en efecto, puesto que en esos asuntos el sentimiento precede al hecho y lo engendra"(Caillois, 1996: 151).


4. El Imaginario social como herramienta interpretativa de la religiosidad futbolística

    La noción de imaginario social resulta útil para interpretar la trascendencia del fútbol en nuestras sociedades desde una doble dimensión constitutiva de éste que acaba entrecruzándose. Por una parte, existe una condición antropológica diríamos trascendental de lo imaginario mediante la cual el ser humano busca trascender la facticidad de lo real, sobrepasar, mediante la fuerza de la imaginación, la realidad instituida. Para ello, introduce la fantasía, un larvado onirismo, el ensueño, en su realidad ordinaria. Por otra parte, una vez sedimentado bajo la forma de mito, de leyenda o de representación colectiva imaginaria, el imaginario social sirve como soporte o argamasa atemporal sobre el que descansa un sentimiento de comunidad compartido. Ambos registros, el de lo imaginario instituyente y el de lo imaginario instituido, constituyen la doble faceta inherente y conexionada de lo imaginario. La primera creadora de realidades, la segunda configuradora de lo comunitario.


4.1. Lo imaginario futbolístico. La remagización de lo cotidiano

     El fútbol es uno de esos privilegiados espacios sociales en donde la fuerza de lo imaginario puede llegar a exteriorizarse y canalizarse. En esto radica precisamente uno de los ingredientes fundamentales del especial magnetismo que atesora. Para interpretar la demanda imaginaria canalizada socialmente a través del fútbol es preciso, primeramente, mostrar la dinámica social característica de las capas sociales populares y obreras. La vida cotidiana de estas capas sociales, a diferencia de las socialmente favorecidas que han podido gozar históricamente de una vida en buena medida lisonjera, ha estado rígidamente marcada por una coerción laboral que, secundada por los imperativos familiares, ocupaba la mayor parte de su tiempo y en la que pocos atisbos quedaban para aquello que no se doblegaba, como es el caso de la fantasía o el ensueño, al planificado régimen de vida diseñado por la racionalidad productiva. La cotidianeidad se va configurando, así, a través de una suerte de inercias, de rutinas laborales y familiares, produciendo como resultado un paulatino desencantamiento de la realidad. El crudo pero insalvable principio de realidad se impone sobre el originario mundo mágico de la infancia, propiciando que la fantasía pase a ocupar un estado de aletargamiento, de hibernación, en la parte más íntima de cada individuo y de la sociedad en general, pero sin que disponga de demasiadas vías institucionales para su proyección. La vida del hombre ordinario, de aquellos que Walter Benjamín llamó los "vencidos por la historia" como resultado de la instauración del modo de vida moderno, al vivir éste sujeto al trabajo, no alberga ya, a diferencia de las sociedades premodernas, el cordón umbilical que une la magia con la realidad. Nada es mágico, nada está encantado, porque se percibe que, en definitiva, todo es o deber ser potencialmente racional, útil, instrumental. De este modo, se busca en el fútbol el encantamiento que la realidad no ofrece.

    Pero, en este contexto, ¿Cómo debiéramos contemplar la presencia de lo imaginario en la vida social?. Básicamente, en su facultad estetizadora, reencantadora, de una anodina existencia cotidiana?. Gaston Bachelard reconoce en la existencia individual y social "un núcleo de infancia, de una infancia inmóvil pero siempre viva, fuera de la historia, escondida a los demás, disfrazada de historia cuando la contamos"; residuo, en última instancia, de una "ensoñación de expansión" (Bachelard, 1997: 151) que caracterizaría el onirismo natural de una vida infantil que es reprimida bajo los imperativos de la realidad. La distinción y separación entre lo real y lo irreal no es algo natural, algo que se da en todo tipo de sociedades, obedece, más bien, a una determinada construcción social específicamente occidental y nacida en un determinado momento histórico, tal como mostró Roger Bastide (1972: 32-65). Lo irreal, lo fantástico, lo imaginario, proscrito por las coacciones de la realidad, aflora, no obstante, en ocasiones y localizaciones concretas para confundirse con lo real, remagizando, así, la existencia cotidiana. Lo imaginario alimenta del sueño socialmente bloqueado a la cotidianeidad, regenera, de este modo, una inerme vida cotidiana.

    El fútbol, entonces, es una ceremonia ritual que responde al ansia de la imaginación por suspender los dictados de la realidad y re-ilusionar lo cotidiano. Sabemos que la función antropológica más profunda de la ilusión no es otra que la de "proteger de lo real", su estructura "no negarse a percibir lo real, sino desdoblarlo" (Rosset, 1993: 113). Así, el escenario ritual futbolístico hace posible un retorno de la magia. La magia, tal como han revelado, Marcel Mauss al proponer la noción de mana, consiste en un diálogo que las sociedades arcaicas han mantenido con un poder místico e impersonal, con una realidad no ordinaria, con una realidad otra (Mauss, 1979. 45-118). A través de este diálogo se disuelve la significación instituida de nuestra realidad ordinaria y se libera una oculta y extra-ordinaria significación de las cosas que propicia un cambio cualitativo de la realidad. Según Manuel Delgado debiéramos comprender la esencia antropológica de lo mágico "como un verdadero ambiente, un marco en que las cosas abandonan su sentido habitual para adquirir otra significación, por lo general de resultados que la percepción registra como maravillosos" (Delgado, 1979: 117). La magia del fútbol encaja perfectamente en la experiencia general provocada por la magia. El fútbol reintroduce transitoriamente el sueño, la ilusión, lo extra-ordinario, lo maravilloso, en la vida cotidiana, dando rienda suelta a aquella fantasía trascendental atesorada en lo más profundo de toda sociedad y que anhela transfigurar, desdoblar, una desencantada realidad.

    Esta fantasía trascendental, como ha revelado Gilbert Durand, es la "marca genuina del espíritu". Su fundamento antropológico último es un anhelo, diríamos arquetípico, de insubordinación, de rebelión, frente a la tiranía de un tiempo profano que desgasta (Durand, 1981: 378-384). El ritual futbolístico permite entrar, mediante la fuerza de lo imaginario para congelar los dictados del tiempo profano, en una modalidad sagrada de tiempo, en el illo tempore sagrado del que hablaba Eliade. A juicio de Sansot, los espectadores futbolísticos se embargan del sentimiento de "escapar a la vida cotidiana, de asistir a una ruptura indiscutible en la percepción del tiempo y del espacio que recuerda a la de lo sagrado y lo profano" (Sansot, 1986: 75). De ahí que implique un necesario carácter festivo, de fiesta colectiva, en la que se suspende la temporalidad cotidiana. El fútbol, en su dimensión ritual, es, en suma, una auténtica experiencia de ruptura de lo cotidiano, entraña una auténtica eufemización del espacio/tiempo ordinarios. Mediante éste se trata de resolver el desajuste existente entre la insatisfacción provocada por una temporalidad que desgasta y el anhelo de eternización suscitado por el ensueño, exteriorizando la fantasía sobre el universo cotidiano de un modo similar a, como ya analizó Edgar Morin (2001), el espectador cinematográfico se desdobla en lo ficcional, a-temporalizando el discurrir del tiempo ordinario e reintegrando momentáneamente un aura imaginaria atemporal en la cotidianeidad. El universo futbolístico constituye, en estos términos, una auténtica experiencia reencantadora del mundo, y en buena medida su magnetismo sociológico reside en esta circunstancia.

    Asimismo, ya Henri Bergson (1996), en su análisis de la religión estática, puso de relieve que el hombre, como contrapartida a su faceta racional, es un ser espontáneamente fabulador, creador de representaciones imaginarias. Por eso el fútbol, al reintroducir lo imaginario en lo cotidiano, entraña, también, una espontánea remitificación de la realidad, crea una constelación imaginaria de figuraciones míticas, de todo un universo fantástico poblado de iconos, fábulas, epopeyas, leyendas que, desafiando al paso del tiempo y transmitiéndose generacionalmente, cumplen el papel de saciar la preexistente demanda de a-temporalidad que anida siempre en todo grupo humano y, en especial, como ya hemos visto con anterioridad, en el universo de las capas populares. Toda una constelación mítica emana espontáneamente del sentir popular y se cristaliza como algo atemporal. Roland Barthes (2000: 112-124) ya ha mostrado lúcidamente, a este respecto, la pervivencia de un componente mítico-imaginario visualizable en el escenario ciclístico de la Vuelta a Francia. De este modo, lo imaginario, con la constelación de representaciones mítico-imaginarias que suscita, pasa ya a formar parte constitutiva de lo real para aquellos que coparticipan en ellas. Lo real aparece, a partir de entonces, investido, sobreañadido, de lo imaginario. La existencia cotidiana se configura, así, como una verdadera simbiosis de lo irreal y lo real, como una "organicidad de lo banal y de lo fantástico" (Maffesoli, 1998. 104).

    El fútbol es, también, un juego, y el juego, como han revelado los trabajos de Johan Huizinga (1996) o Roger Caillois (1968), es el fundamento mismo de la cultura. El componente lúdico que atesora el fútbol jugará un papel esencial en la explosión de lo imaginario que en éste se produce. La propia naturaleza del juego implica ya una ruptura con respecto a la seriedad que caracterizaría el universo dominando por el trabajo. En la esfera del juego los intereses y las reglas de la vida ordinaria carecen de sentido. En el juego se suspende temporalmente la vida social ordinaria, se instaura un régimen temporal alternativo. El juego consiste en un evadirse de la temporalidad corriente hacia "una esfera temporera de actividad que posee su tendencia propia" (Huizinga, 1996: 226-229). Ahora bien, la mentalidad típicamente racionalista y utilitarista, legitimadora del ideario productivo originado en el siglo XIX en los países industrializados, constituyó un notable declive del elemento lúdico en la vida de las sociedades. La vida laboral, aquella orientada por el criterio fundamental de utilidad, va ganando la partida al juego. La "vida seria" poco lugar va dejando para la "vida lúdica". Por otra parte, como ha puesto de manifiesto Jean Chateau, el juego desempeña un papel esencial en la vida infantil, configurando lo que este autor llama la edad de lo imaginario, en una etapa precedente a la constitución de un principio de realidad que acaba domesticando la energía imaginaria infantil (Chateau, 1976: 310-324). A su vez, en su clasificación de los diferentes modelos de juego, Roger Caillois descubre un originario instinto de juego, que él denomina paidia: "principio común de diversión, de turbulencia, de libre improvisación y de despreocupada alegría, por donde se manifiesta una cierta fantasía incontrolada" (Caillois, 1968: 25) que opera, a modo de fundamento antropológico, en todos ellos. Lo imaginario mantiene una estrecha ligazón con el juego. Lo imaginario, el substrato antropológico que es fuente de creatividad y del que emana la fantasía humana, se reconoce y se proyecta sobre el privilegiado territorio del juego. Lo imaginario toma cuerpo en el juego porque éste constituye un terreno en donde de los principios de racionalidad, eficacia y utilidad que dominan la civilización occidental no han llegado a cuajar totalmente o al menos no han erosionado lo suficiente la naturaleza de aquel. El juego es, por utilizar una bella expresión de Jean Duvignaud, el "precio de las cosas sin precio" (Duvignaud, 1982: 13). La fuente de imaginación creadora, esencia de lo imaginario, está consustancialmente reñida y no puede encontrar una ubicación sólida en el contexto de un modelo de civilización tecno-productiva, por lo que logra canalizarse sobre hiatos o sobre aquellos espacios socialmente anómicos en donde puede salir a relucir y así desafiar a la racionalidad productiva. " ¿No podría llamarse imaginario a ese juego que dispone libremente del espacio y del tiempo y de las formas, de la materia y de los dioses? ¿A esa insurrección permanente contra el adormecimiento de los hombres y del mundo, que en la individual divagación encuentra su analogía correspondiente?" (Ibid: 12). Jean Duvignaud nos muestra, a este respecto, un registro de nichos imaginarios, espacios como las fotonovelas, los dibujos animados, la música, el juego en general, en donde el hombre explora y se ancla en unas posibilidades abiertas por lo imaginario que el productivismo bloquea. El ritual futbolístico delata, en este sentido, una experiencia social que testimonia que a la vida se le puede dar un sentido lúdico-imaginario desprovisto de una intención funcional. A su modo, es un cuestionamiento por parte de "los vencidos", de los que no pueden escapar de la racionalidad productiva, del orden de vida que ésta instala en sus vidas. Es un intento, si se quiere discreto, de escamotear, de falsificar, un determinado régimen de vida en donde, por lo demás, la vida no tiene lugar.


4.2. El Imaginario social futbolístico. La configuración de un sentimiento de comunidad compartido

    Uno de los elementos fundamentales que explican el arraigo social del fútbol es el peculiar vínculo de unión que los seguidores establecen con un determinado club. Dicho vínculo se va a distanciar de los habituales criterios de interés o utilidad por los que se rigen buena parte de las relaciones sociales. Es un vínculo de otro orden: íntimo, afectivo, emotivo, pasional. El profundo sentimiento de "amor a unos colores" testimonia perfectamente el lazo que une al aficionado con su club. Mientas la vida cotidiana se haya estructurada por lo que Ferdinand Tonnies llamó asociaciones, es decir relaciones sociales en las que se persigue un fin común, la relación que el seguidor mantiene con su equipo no obedece a la misma ley, posibilitando la conformación de lo que este autor denominaba como una comunidad. Pero, en realidad, ¿Qué es un club de fútbol?. Evidentemente, es una institución deportiva de acuerdo a unos criterios organizativos, pero, al mismo tiempo y sobre todo, es para los aficionados una entidad ideacional, imaginaria. Es más, en el sentir del aficionado, este componente imaginario va a prevalecer sobre la dimensión propiamente institucional u organizacional. La adhesión sentimental que el seguidor establece con un determinado club es una adhesión con respecto a una esfera propiamente inmaterial a la que se ama, a la que se rinde culto, a la que se venera. "Ser", con las connotaciones que implica este verbo, de un determinado equipo excede notablemente, es mucho más, que adscribirse a una entidad deportiva específica, implica adscribirse a un imaginario comunitario en donde se traduce una determinada identidad colectiva. Un equipo de fútbol se inscribe, por utilizar la terminología de Morin, en una auténtica noosfera, en un registro imaginario, poblado de mitos, de símbolos de leyendas y de héroes que es el que realmente da cuenta del particular amor a un equipo. Incluso la idiosincrasia del estilo de juego, adquiriendo un aura mítica, fortalece esta noosfera futbolística característica de una comunidad (Bromberger, 1992: 82). Así pues, la entrega de un seguidor a un club es más una entrega a una entidad imaginaria que a una propiamente real. Un vínculo con una identidad imaginaria que, por otra parte, se transmitirá generacionalmente, constituyendo incluso uno de los pilares básicos del proceso socializador de los individuos. Al nacer en una determinada familia y en una determinada localidad se ingresa al niño en una "comunidad imaginaria" futbolística, al modo en como se ingresa en una orden religiosa. El niño que viste por vez primera la indumentaria de los colores de un equipo está entrando a formar parte, de un modo ritual análogo al bautismo, en esa "comunidad imaginaria". En el caso de los ultras, como ha mostrado Amalia Signorelli, integrarse en una de estas comunidades entraña incluso un proceso de disciplinamiento bastante rígido (Signorelli, 1999: 198). De modo que el seguidor de un equipo sigue unas pautas de entrega análogas a las del feligrés que comulga fervorosamente con una congregación religiosa.

    Georg Simmel ya advertía que "el comportamiento religioso no está ligado exclusivamente a los contenidos religiosos, sino que es una forma humana general, que se realiza no sólo a partir de temas transcendentales sino igualmente debido a otros motivos sentimentales" (Simmel, 2002: 40); mostrando cómo el fundamento de la religiosidad no radica tanto en una específica dogmática o en unos determinados contenidos transcendentales, sino, más bien, en una potencial disposición formal y arquetípica mediante la cual los individuos, al establecer entre ellos un tipo de relaciones recíprocas, con-forman comunidad. Bromberger, en su minucioso y emblemático trabajo de campo con las aficiones del Nápoles, Marsella y Turín, ha revelado una constelación ritual en donde resurge una religiosidad arquetípica de fondo proyectada sobre la ceremonia futbolística (Bromberger, 1995: 319-345). También aquí se diviniza, se rinde culto, a determinados iconos futbolísticos, erigidos en figuras idolatradas e inmortalizadas, verdaderos mediadores entre el mundo real y el mundo imaginario, tal como ocurría en el culto a los santos y personajes carismáticos que la tradición religiosa a-temporalizaba; los cuales irremediablemente suscitan unos sentimientos de proyección-identificación en torno a ellos. Es una respuesta al anhelo humano de inmortalidad que cada comunidad fija sobre un determinado personaje, como ya Morin (1972) analizó en la veneración a las estrellas cinematográficas. También los fieles a ellas las inmortalizan, las sitúan por encima del devenir temporal, propiciando, asimismo, un fuerte vínculo de unión entre ellos en torno a algo de naturaleza propiamente imaginaria. El imaginario de un club, ese registro que sólo posee existencia en el corazón y en la memoria de los seguidores, es lo que permite crear y re-crear comunidad.

    Para que el imaginario de un club perviva en la memoria colectiva es preciso todo un componente simbólico y ritual que lo acompaña. Lo imaginario se expresa a través del símbolo. Sólo el símbolo posee la facultad de encarnar lo imaginario, de darle una entidad material, de hacerlo visible. De ahí que la liturgia del espectáculo futbolístico implique una efervescencia de un decorado en donde la imagen simbólica aflora de un modo peculiar. Como ha subrayado David Freedberg, la imagen alberga un poder o eficacia inusitada para suscitar sentimientos de identificación social. En consecuencia, Occidente ha sufrido, desde los tiempos del Antiguo Testamento, un proceso iconoclasta con el que se trataba de reprimir un peligroso culto idolátrico que podría amenazar los cimientos de la sociedad. De manera que se trató denodadamente de desvirtuar las imágenes simbólicas a través de las cuales se establecía una relación mediadora con lo divino y de condenar el culto en torno a éstas como un rasgo de herejía. La imagen simbólica ha jugado, como apunta este autor, un papel fundamental, sin embargo, en el despertar de grandes procesos revolucionarios tales como la Revolución francesa o la Revolución rusa (Freedberg, 1992: 423 y ss.). La coparticipación en una imagen simbólica agrega, estimula la atracción social, utilizando una etimología religiosa re-liga. Los seguidores de un equipo comulgan religiosamente con el símbolo que está condensando materialmente, encarnando, el imaginario, lo inmaterial, que representa a este equipo. Dunning (1992: 267) ha subrayado, a este respecto, que los seguidores del Liverpool esparcen tras su fallecimiento sus cenizas sobre el terreno de juego, como si deseasen ser identificados con su equipo incluso después de su muerte, con el templo sagrado ante el que profesaron su culto en vida. No hay religión, lo sabemos desde Durkheim, que no entrañe una práctica ritual de comunión con un tótem en la que se reafirma simbólicamente un sentimiento de comunidad. "Hay, pues, algo eterno en la religión que está destinado a sobrevivir a todos los símbolos particulares con los que sucesivamente se ha recubierto el pensamiento religioso. No puede haber sociedad que no sienta la necesidad de conservar y reafirmar, a intervalos regulares, los sentimientos e ideas colectivos que le proporcionan su unidad y personalidad. Pues bien, no se puede conseguir esta reconstrucción moral más que por medio reuniones, asambleas, congregaciones en las que los individuos, estrechamente unidos, reafirmen en común sus comunes sentimientos; de ahí, la existencia de ceremonias que, por su objeto, por los resultados a que llegan, por los procedimientos que emplean, no difieren en naturaleza de las ceremonias propiamente religiosas" (Durkheim, 1982: 397). El símbolo de un equipo, de un modo análogo al tótem religioso, es un símbolo que expresa una pertenencia, es un emblema que favorece la congregación, la fusión colectiva. Victor Turner mostró que el símbolo dominante de una comunidad es lo que garantiza la unidad y la continuidad de ésta, equiparando el papel desempeñado por el árbol de la leche en la sociedad ndembu con el papel de la bandera para la sociedad británica. El símbolo dominante, para Turner, favorece siempre la interacción, armoniza, cohesiona, al mismo tiempo que lógicamente provoca una oposición con relación a otros grupos (Turner, 1980: 21-30). El símbolo dominante representativo de esa comunidad suscita, además, una fuerte carga de adhesión emocional. De igual forma, como ya puso de relieve Durkheim, los integrantes de las tribus australianas ya tatuaban el símbolo totémico en el cuerpo, en la vivienda o incluso en la misma caja fúnebre. Este tótem, este símbolo dominante, toma ahora cuerpo en el escenario futbolístico sobre la bandera, las pancartas o se sella sobre el propio cuerpo, favoreciendo la conformación de una sociabilidad, de una pulsión por sentir al unísono con otros, por entrar en una relación táctil en la que prima la fusión comunitaria (Maffesoli, 1990: 135), propiciando una participación afectiva (Sansot, 1986: 84) en donde los seguidores se reconocen en el contacto cuerpo a cuerpo.

    Asimismo, la inspección del museo de un club, de los trofeos atesorados en sus vitrinas, de sus fotos con héroes legendarios o acontecimientos relevantes revestidos de un carácter de epopeya, de firmas singulares, es una buena muestra de la eficacia de lo simbólico para preservar, más allá del devenir temporal, una memoria viviente que expresa un sentimiento de comunidad compartido. Esta constelación de símbolos, de fetiches futbolísticos, permite mantener viva la memoria colectiva del club, fortaleciendo, de este modo, su imaginario, haciéndolo inmune a la erosión del tiempo, en suma, eternizándolo. La memoria colectiva del club, revestida de un aura mitológica de leyenda, es lo que, en definitiva, permite dar solidez a su imaginario. Por eso, esta memoria retorna, es recuperada, en ciertos eventos especialmente descollantes que debe afrontar el equipo. El aficionado soporta el peso de una memoria. El jugador es responsable ante una memoria. De modo que lo irreal, el pasado, pervive, se solapa y sigue operando sobre la vida presente, sobre lo actual. Así, el fútbol es, en una época dominada por la vivencia de un efímero tiempo presente, uno de los pocos espacios sociales en donde la memoria desempeña un papel esencial (Sansot, 1986: 81). La semejanza con lo que ocurre en toda religión es patente. Según Maurice Halbwachs, "Toda religión es una supervivencia. No es más que la conmemoración de acontecimientos o de personajes sagrados desde un tiempo remoto concluidos o desaparecidos. No hay práctica religiosa que, para mantenerse como tal, no se deba acompañar, al menos para el oficiante y si es posible para los fieles de la creencia en personajes divinos o sagrados que han manifestado en otro tiempo su presencia y ejercido su acción en unos lugares y en unas épocas definidas, y los cuales son reproducidos en sus gestos, palabras, pensamientos, bajo una forma más o menos simbólica" (Halbwachs, 1994: 285).

    Y como toda religión, el fútbol posee, también, sus ritos sacrificiales, en este caso concretizados en la destitución de entrenadores o presidentes, mediante los cuales la comunidad regenera la fuerza del vínculo comunitario. Por medio de ellos, la "comunidad imaginaria" futbolística, según lo expuesto por Henri Hubert y Marcel Mauss (1970) en su análisis del sacrificio, se expía y se redime, refortaleciéndose, así, la naturaleza del sentimiento comunitario. De este modo, la amenaza de discordia se conjura, las diferencias intracomunitarias se mitigan, afianzándose el lazo societal. La efervescencia en un instante de una masa abierta, de un instante de descarga que se apodera de los seguidores de un club en el transcurso de un match y en donde "los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales" (Canetti, 2000: 11) contribuye, también, a que esta regeneración se produzca.


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