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El cuerpo en los 90: chicas intervenidas

   
Diario Página 12
Ciencias de la Comunicación - UBA
(Argentina)
 
 
Soledad Vallejos
soledad@net12.com.ar

 

 

 

 

 
    En Argentina de los 90 cobró nuevas fuerzas un dispositivo de valorización, valoración y formación simbólica y pragmática del cuerpo que encontró en el sistema mediático su mejor y más acabado ejecutor, fundamentalmente en relación al cuerpo femenino. A la posibilidad de transformación -establecida ya en los 80 mediante la difusión de las rutinas de gimnasia estéticamente modeladora en un sentido amplio-, se le añadió la dimensión del deber, y un paso más allá, la fuerte promesa que las intervenciones operadas sobre los cuerpos formulaba a quienes se sometieran a ellas. Si en los 50 Simone de Beauvoir escandalizó con la deconstrucción del mito del eterno femenino y la afirmación de que la mujer se hace -y no nace-, los 90 tomaron su teoría para invertir la carga política y ponerla al servicio de un modelo de mujer que reinventaba el tradicional, aunque jugando a ser ruptura. La mujer, a partir de los 90, se hizo y de una manera literal: no ya (no sólo) la esforzada gimnasta émula de Jane Fonda (y su versión local, María Amuchástegui), sino la aplicada discípula que comenzaba a absorber lecciones para construirse a imagen y semejanza de la nueva mujer.
    Comenzaba a tratarse del cuerpo entendido como única herramienta de poder posible para la mujer: el cuerpo como el lugar donde la belleza había de ser construida -literalmente- a fin de escalar los peldaños de la escala social.

Presentado en el Encuentro Sudamericano La corporalidad en la cultura de los noventa. Buenos Aires,
noviembre de 2004, organizado por el Area Interdisciplinaria de Estudios del Deporte y
el Equipo de investigación UBACyT - F103. Facultad de Filosofía y Letras
 

 
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 10 - N° 78 - Noviembre de 2004

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    En la Argentina de los 90 cobró nuevas fuerzas un dispositivo de valorización, valoración y formación simbólica y pragmática del cuerpo que encontró en el sistema mediático su mejor y más acabado ejecutor, fundamentalmente en relación al cuerpo femenino. A la posibilidad de transformación -establecida ya en los 80 mediante la difusión de las rutinas de gimnasia estéticamente modeladora en un sentido amplio-, se le añadió la dimensión del deber, y un paso más allá, la fuerte promesa que las intervenciones operadas sobre los cuerpos formulaba a quienes se sometieran a ellas. Si en los 50 Simone de Beauvoir escandalizó con la deconstrucción del mito del eterno femenino y la afirmación de que la mujer se hace -y no nace-, los 90 tomaron su teoría para vaciarla de carga política revolucionaria y ponerla al servicio de un modelo de mujer que reinventaba el tradicional, aunque jugando a ser ruptura. La mujer, a partir de los 90, se hizo y de una manera literal: no ya (no sólo) la esforzada gimnasta émula de Jane Fonda (y su versión local, María Amuchástegui), sino la aplicada discípula que comenzaba a absorber lecciones para construirse a imagen y semejanza de la nueva mujer.

    Desplazando así el foco de un patrón de conductas (la mujercita cumplidora, moderna versión del ángel del hogar de Virginia Woolf), las nuevas producciones simbólicas comenzaban a tratar el cuerpo entendido como única herramienta de poder social y económico posible para la mujer: el cuerpo como el lugar donde la belleza había de ser construida -literalmente- a fin de escalar los peldaños de la escala social. Por un lado, el disciplinamiento corporal (inevitablemente modelizador de la subjetividad) instalaba en el imaginario, democratización de los costos mediante, a la intervención quirúrgica como posible y aún deseable. Por otro, y mientras se promocionaban las nuevas lolitas desde las revistas de actualidad (que mostraban a su público cuán sexy podía ser una chica de 12 años), un intrincado andamiaje de prácticas y productos mediáticos echaba a andar un nuevo complejo cultural: la televisión programaba horas conducidas por modelos que ponían al alcance de las profanas los secretos del maquillaje embellecedor, el buen caminar y la alimentación sana; se popularizaban las escuelas de modelaje a precios alcanzables -un costo que las familias de clase media estaban dispuestas a pagar por la posibilidad de que las puertas del mundo de las pasarelas se abrieran ante sus niñas, aspirantes a lolitas-; se lanzaban revistas que adaptaban el contenido de las publicaciones femeninas tradicionales a un público adolescente. Esas prácticas y esos discursos delineaban un nuevo paisaje presidido por un horizonte de expectativas que añadía a la instancia de lo económico como diferenciador social la dimensión corporal: la felicidad de las mujeres cifraba en lo socialmente bello su deseo último, y esa felicidad sólo podía encontrarse en la juventud idealmente estilizada, en un ideal de belleza femenina radicalmente más joven que los modelos anteriores, y que retrotraía el momento de debut de la mujer como objeto sexual a los primeros años de la adolescencia. Aún más: extendía los procesos de perfeccionamiento y formación en y por la belleza a esos años.


El poderoso malestar

    En un texto en el que plantea los cimientos culturales de la dominación burguesa, Zigmund Bauman retoma palabras de Nieztche para rastrear el surgimiento de la moralidad occidental1 : en los orígenes del orden social clasista moderno, dice, lo burgués asumió para sí las asociaciones que la nobleza había entablado con lo bueno y lo positivo de la clase; en el mismo movimiento, arrojaba sobre las clases populares las sospechas que habían revestido durante siglos a lo plebeyo en tanto bajo, sucio y negativo. Sostiene Bauman que esa construcción evidencia el mecanismo que atribuye signos positivos a las características de comportamiento asociadas con la dominación social, al tiempo que desjerarquiza las pasiones y las envía al terreno más degradado por la modernidad: lo pasional se enlaza con lo no humano, lo animal, lo incontrolable, lo no racional. El comportamiento civilizado, por el contrario, emanaba refinamiento, costumbres pulidas y dulcificadas, lejanía del éxtasis sensorial y perceptivo. Es precisamente sobre esa base que Occidente construyó la noción del cuerpo como un lugar del control, un objeto que debía ser domesticado, disciplinado, anulado en su sensibilidad y significación relativamente autónoma, porque a fin de cuentas en el capitalismo lo que importa es la racionalidad en todos sus aspectos e implicaciones posibles empezando por el concepto de civilización. De allí que el cuerpo se haya convertido, como afirma Norbert Elias2 , en la instancia de control máxima, aquella en la que se desarrolla la coacción real: la que ejerce el individuo sobre sí mismo. Gracias a esa internalización del control que ha estudiado Foucault, por ejemplo, es que fue posible imponer una disciplina laboral-fabril, y con ello un modelo económico que abrió los caminos para el siglo XX.

    Al mismo tiempo, al dejar atrás la concepción grotesca del cuerpo (ésa cosmovisión tan minuciosamente analizada por Bachtin a propósito de hablar sobre Gargantúa y Pantagruel y que entendía al cuerpo humano en comunión con un universo habitado por miles de vidas, todas interdependientes y solidarias3 ), la modernidad empezó a entenderlo en tanto propiedad: un hombre, una mujer, no son su cuerpo, sino que lo poseen a la manera de objeto. Plantea David Le Breton4 que fue sobre esa base desacralizada que Vesalio pudo desarrollar la medicina moderna, que surgieron las fábricas con sus tecnologías de control de movimientos y proto gerenciamiento científico del trabajo (bajo el modelo del cuerpo máquina), y que empezaron a desarrollarse las ciudades bajo la metáfora biológica (en una ciudad ha de haber buena circulación, la congestión es una patología del movimiento urbano). Es que es sólo a partir del cuerpo entendido como posesión individual, y no como dimensión del ser (en tanto que en el dualismo cartesiano el cuerpo es precisamente lo opuesto al alma), que puede operarse sobre él.

    Es esa visión del cuerpo, a pesar de los cuestionamientos que la fenomenología de Merleau-Ponty y los escritos de Heidegger suscitaron, la que prevalece aún hoy, y la que, claro, creció hasta horizontes insospechados en los 90 argentinos, de la mano de un amplio ejercicio del impulso pedagógico para adaptar a los sujetos a las reglas de la buena sociedad.

    Por un lado, el cuerpo es aquello que molesta, ese obstáculo insalvable de la existencia. El cuerpo se enferma, se degrada y envejece, se mutila ante los tropiezos vitales, acumula las huellas que los años y las experiencias van sembrando en él. Si actualmente hay una oposición binaria que defina la existencia, ésa ya no es la que enfrenta al cuerpo con el alma, sino al ser humano mismo con su cuerpo. El cuerpo moderno es la parte de la naturaleza que el iluminismo no previó en su plan de control minucioso del mundo, y esa falla la que la segunda mitad del siglo XX decidió reparar. La remodelación de la corporalidad y sus funciones es aquello que la ciencia y la técnica, tras haber alcanzado el summum de la destrucción con la bomba atómica, han convertido en su objetivo de máxima: el cuerpo es sí, un ancla incómoda, pero -como sostiene Le Breton- por otra parte, es también la posibilidad de la redención terrena: se busca "la salvación por medio del cuerpo, a través de lo que éste experimenta, de su apariencia, de la búsqueda de la mejor seducción posible, de la obsesión por la forma, por el bienestar, de la preocupación por mantener la juventud. El cuerpo es objeto de un mercado floreciente que se desarrolló en los últimos años alrededor de los cosméticos, de los cuidados cosméticos, de los cuidados estéticos, de los gimnasios, de los tratamientos para adelgazar, del mantenimiento de la forma, de la preocupación por sentirse bien o del desarrollo de terapias corporales".5

    El sociólogo Christian Ferrer afirma que la cultura occidental, así como con el correr de la modernidad fue desplazando la experiencia del mundo por las representaciones de ese mundo, también supo ir transformando el imaginario en relación al cuerpo a partir de un síntoma inquietante: el malestar. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, el malestar es una desazón, una incomodidad indefinible, y es precisamente esa potencialidad para despertar lo inconforme lo que otorga plenos poderes, quién lo diría, a una sensación. Si el malestar supone un no conformarse con algo, esa rebeldía implica, también, la búsqueda de una solución. Que sea temporal, pasajera, efímera y hasta voluble es lo de menos, mientras alivie de la pena que amenaza con ser incesante. Entonces, si la visión moderna opone el cuerpo al ser, pues se impone remediar a un cuerpo que, en sí mismo (puesto que jamás es, en la mentalidad occidental, un para sí), ha perdido lo que Le Breton califica como "valor moral", un desprecio que redunda en una singular operación mercantil: cuanto más se diferencia el cuerpo de la persona, "más se incrementa su valor técnico y comercial"6 . El cuerpo, esa entidad material molesta, es además de herramienta un producto a mejorar, y es aquí donde los modelos pedagógicos encuentran su objetivo privilegiado para echar a andar la industria del mejoramiento: los cuerpos de las mujeres.


El cuerpo es el discurso

    En el umbral de los '50 Simone de Beauvoir escribía: "Esta ambivalencia [no el mundo contingente, sino la que ataba las representaciones positivas de lo femenino a una dimensión ideal y lo denigraba en lo carnal] se manifiesta en el modo en que la mujer capta su cuerpo. Es un fardo: roído por la especie, sangrando todos los meses, no es para ella el puro instrumento de su captación del mundo, sino una presencia opaca; no se asegura con certidumbre el placer y se crea dolores que la desgarran; encierra amenazas; se siente en peligro en sus 'entrañas'. Es un cuerpo 'histérico', a causa de la íntima vinculación de las secreciones endocrinas con los sistemas nervioso y simpático que controlan músculos y vísceras; ese cuerpo manifiesta reacciones que la mujer rehúsa asumir: en los sollozos, las convulsiones y los vómitos, se le escapa, la traiciona; es su verdad más íntima, pero es una verdad vergonzosa que mantiene oculta. Y, sin embargo, es también su doble maravilloso; lo contempla deslumbrada en el espejo; es promesa de dicha, obra de arte, estatua viva; ella lo modela, lo adorna, lo exhibe. Cuando se sonríe en el espejo, olvida su contingencia carnal; en el abrazo amoroso, en la maternidad, su imagen se aniquila. Pero, soñando a menudo consigo misma, se asombra de ser a la vez esa heroína y esa carne"7 . A diferencia de lo que sucedía con las representaciones masculinas, las dedicadas a las mujeres entronizaban cuanto podía haber en ella de incorpórea y angelical, aún cuando ello implicara invisibilizar el cuerpo mismo y convertirlo en manifestación de un más acá amoroso y maternal. El cuerpo de la mujer, en los 50, fue objeto de una avanzada conservadora destinada a re-ubicarlo en su lugar tradicional, pero cuando parecía que esa re-normalización había alcanzado su grado de perfección máximo (en Hollywood, con sus vampiresas de celuloide castigadas moralmente al final de las películas, en Argentina con el empoderamiento aparente que, aún en boca de Eva Perón, no dejaba de mandar a las mujeres a sus casas y a depender de la acción masculina para su salvación final) llegaron los 60 y su liberación: la píldora, la revolución sexual, la visibilización de otros modelos de mujer y los movimientos feministas más mediáticos de la historia. La herencia decantada de esos replanteos es la que pudimos recoger a partir de los 90: esterilizada de toda carga sospechosa de feminismo, la nueva mujer de los 80 (que en su más acabada representación llegó a ser la joven ejecutiva soltera y empecinada en descargar toda su libido en el trabajo) terminó transformada en la neo mujer traída de la mano por el neoliberalismo. Si en los 60 las representaciones mediáticas absorbían las demandas de equidad inclusive en el tratamiento de los cuerpos y en los 80 esa devolución se había ajustado hasta plantear la necesidad de una elección (o un cuerpo bello y pleno en sus disfrutes o bien un cuerpo plegado a las exigencias del mundo del trabajo y apartado absolutamente de las dinámicas familiares), en los 90 la clausura fue total. El derecho que las mujeres de los 60 habían exigido a hacer de su propio cuerpo campo de experimentación y disfrute privado fue convertido en deber: era preciso tener un cuerpo bello, era preciso que ese cuerpo fragmentado en sus partes cumpliera con las prerrogativas exigidas por una sociedad crecientemente sometida a la actuación de terapéuticas modeladoras, quirúrgicas y farmacológicas. La mujer bella era la mujer delgada y modelada según las expectativas de una mirada masculina y las reglas del deseo heterosexual: muy pocas tenían la dicha de poseer la conjunción de cualidades capaz de convertir a una mujer del montón en modelo de, y sobre esa exclusiva combinación se construyó el imperio de las agencias de modelos, centros de comercio especializados en saber elegir y promocionar aquello que "el mercado" demandaba para comunicar sus mensajes al público.

    En Argentina, los 90 fueron los años dorados de las dos agencias de modelos más conocidas, el momento a partir del cual la oferta de aspirantes superó la demanda de nuevas "caras": empezaron los concursos y las "campañas de scouting", se popularizaron los desfiles como entretenimiento masivo y hasta familiar (que llegaron a alzarse con una abrumadora cantidad de horas de programación televisiva), las modelos conocidas dejaron de ser unas pocas para convertirse en legión de agraciadas que ocupaban páginas de revistas con nombre y apellido y firmaban autógrafos por las calles. Al igual que sucedió a nivel mundial (recordar, sino, los años de las "supermodelos"), las modelos vernáculas se convirtieron en figuras excluyentes del star system criollo, reemplazando en el imaginario al mundo de glamour y vida acomodada que había estado reservado, hasta entonces, a las actrices. Encarnaban el non plus ultra que, sin embargo, no se tematizaba en términos de ventura azarosa, sino como producto del esfuerzo individual: ellas eran, sí, la perfección, pero su status no era algo que no pudiera alcanzar cualquier hija de vecina con un poco de tesón y objetivos claros. Era cuestión de aprender, y es aquí donde las operaciones económicas, sociales y culturales se volvieron literales a la hora de implantar un modelo pedagógico del cuerpo, porque esos cuerpos divinizados que ocupaban el panteón mediático podían ser, al menos, imitados. Sólo era cuestión de aprender.

    El circuito de producción de la mujer de los 90 eligió exponerse a sí mismo para tender lazos entre el modelo dominante y las aspirantes. Llegaron, entonces, los programas conducidos por modelos que habían abandonado la pasarela pero no las mañas y se mostraban dispuestas a transmitir a las nuevas generaciones el fruto de años de aprendizaje. Le siguieron, al mismo tiempo y en ocasiones de parte de las mismas modelos, las escuelas de modelaje en las que las aprendizas seguían arduos entrenamientos para dar lo mejor de sí en sesiones de fotos, descubrirse a sí mismas bajo capas de maquillaje, aprender a caminar con tacos, comprender qué ropas las favorecían y cuáles no, manejar a la perfección modales. Lo mismo se reprodujo en productos de la prensa gráfica que llegaron a vender miles de ejemplares por semana.

    Adscripta a los patrones más férreamente tradicionales, las representaciones que este modelo pedagógico del cuerpo vehiculaba (inoculaba, diríamos) no presentaba resquicios en los cuales introducir cuestionamientos: no había diferentes modelos posibles, sino uno, y estaba fundamentado en el estereotipo de la muñequita de lujo revestida con todos los atributos de la femineidad estrictamente funcionales al estatuto patriarcal. El de la mujer era un cuerpo convertido en pura exterioridad e invisibilizado en sus procesos biológicos exceptuando el de la maternidad (que permitía desenvolver un imaginario clásico de sumisión e instintos tradicionales, empezando por el supuesto instinto maternal). Ser mujer era, como decíamos al principio, resultado de una ardua construcción que debía empezar lo más pronto posible en cuanto el cuerpo empezara a mostrarse sexuado, es decir, desde la pubertad. Para las mayores, digamos, a partir de pasada la barrera de los 20 años (sino antes) se abría otra posibilidad quizá más drástica que el mero entrenamiento de las costumbres: la vía quirúrgica.

    Si hasta la década del 80 la solución de la cirugía cosmética estaba reservada o bien para reconstrucciones terapéuticas o bien para grandes estrellas que preferían dejar correr los rumores y callar toda posible confirmación de sus intervenciones plásticas, en los 90 la tendencia se revirtió notablemente. Divas consumadas y estrellas en ascenso empezaron a tematizar, desde distintos formatos mediáticos, sus paseos en consultorios de especialistas en fabricar belleza (lo cual llevó a una popularización de esas prácticas tan fuerte que hoy, en 2004, asistimos a una pasmosa naturalización de su realización8 ) y pudimos ver desfilar en televisión y revistas del corazón a políticas y allegadas al mundo político de rasgos sospechosamente similares. En todos los casos, el horizonte de llegada es uno solo: construirse como mujer bellamente delgada, de tiempo en tiempo medianamente pulposa, pero con predominio de un modelo rabiosamente cercano a la anorexia, lo cual convertía cuerpos plenamente desarrollados en cuerpos de mujeres-niñas. Toda mujer podía aspirar a ser una lolita, aunque su documento y su experiencia la desmintiera.

    Por otra parte, la perfectibilidad constante (nunca se es demasiado perfecta, siempre se está en camino de serlo) se presenta a la vez como condena y como libertad. Terminando el siglo XX, si el cuerpo es una molestia, lo es solo para el hombre. Para la mujer, en cambio, es pura posibilidad, siempre y cuando ingrese en el circuito de modelaciones y aprendizajes que le permitirán construirse como tal, acatando a rajatabla las prescripciones de lo que tradicionalmente se sostuvo era la mujer: un objeto bello. El cuerpo bello, como decíamos, era el resultado de un largo proceso de aprendizaje, modelación y adaptación, y como tal el proceso mismo de la construcción derivó en una amplia serie de productos mediáticos destinados a un público deseoso de alcanzar la meta. Y es aquí donde la dinámica mostraba su revés: poseer (no ser) una corporalidad adecuada a los cánones de la sociabilidad de una cultura en transformación (como fue la cultura argentina en tren de menemizarse) equivalía a alcanzar el cuerpo que permitiera alcanzar un status. Siendo mujer, el cuerpo propio se promocionó como el lugar donde se gestaba el poder a fuerza de voluntad. Ir al gimnasio, por ejemplo, no era una rutina motivada por el deseo de cumplir con una rutina de higiene corporal, sino por la obligación de ocupar un lugar en el mundo. Y la cirugía plástica perdió cuanto tenía de reconstructiva para convertirse en meramente cosmética. Para las mujeres, el espacio social sólo reservaba un lugar a los cuerpos sexuados (de acuerdo con la mirada heterosexual) y en situación de disponibilidad, pasajera (la belleza sólo es joven) promesa de sumisión y de satisfacción del deseo masculino. En el imaginario y a partir de los discursos mediáticos, todo otro camino se cerraba para las mujeres, y es que aún cuando ellas mismas tuvieran una alta, altísima visibilidad en los discursos sociales, otras dimensiones quedaban anuladas como posibles, positivas o aún deseables.

    Dice Ferrer que "las industrias del cuerpo se dedican a compensar la posición desfavorecida"9 de quienes se encuentran lejos de la perfección requerida para enlazar atributos de status, porque, se sabe, los cuerpos que se consideran legítimos no son los mismos para las mujeres pobres que para las que gozan de ciertas comodidades. Junto al dinero, la belleza y la juventud corporal se erigieron aún con más fuerza que en décadas anteriores como diferenciador social que, en su caso, se prestaba por excelencia para ser aprovechado por las mujeres. Sólo era preciso participar de una épica del esfuerzo en pos de la perfección corporal que, por un lado, permitía acceder a niveles económico-sociales que otras características personales no abrirían, y, por otro, no hacía más que afianzar un modelo de mujer tradicional (en tanto mujer objeto del deseo sexual vehiculado en la mirada masculina, en pos de la promoción de la heterosexualidad como modelo dominante y legítimo). La rebelión, parecería decir esta épica, es acatar a rajatabla un modelo misógino y apropiarse carnalmente de ese discurso. Por otro lado, se trataba de una acción centrada en lo meramente superficial y efímero (la juventud), en eterno combate con las huellas del paso del tiempo y la negación de la muerte.


Una freak entre nosotros

    A fines de los 90, Orlan llegó a Buenos Aires. El suyo era entonces (y es todavía) un cuerpo moderno en el sentido más extremo de la palabra: cada rasgo de su rostro ha sido desvinculado de su forma original para adoptar aquellas que las nuevas tecnologías de las intervenciones quirúrgicas le van permitiendo. Vale decir que, a través de lo que ha denominado como arte carnal, lo permanente en esta artista-perfomer es la metamorfosis. Dejémosle la palabra: "El arte carnal es un autorretrato en el sentido clásico pero hecho mediante la tecnología actual. Oscila entre la desfiguración y la reconfiguración. Su inscripción en la carne se debe a las nuevas posibilidades inherentes a nuestra época. El cuerpo se ha convertido en un "ready-made modificado", y ya no es visto como el ideal que una vez representó, ni está lo suficientemente listo como para ser pegado y firmado".

    Orlan sostiene que su arte carnal se diferencia del body art (una clasificación amplia que tanto engloba el tatuaje como la escarificación y la modificación corporal con implementos metálicos ubicados subcutáneamente) en que "no implica dolor, no lo busca como fuente de purificación ni lo concibe como redención. El arte carnal no se interesa en el resultado de la cirugía plástica, sino en el proceso de la operación quirúrgica como performance y en el cuerpo modificado devenido objeto de debate público". Más o menos por la misma época en que visitó este país, Orlan, sin embargo, sostenía que parte de su trabajo sí incluía una mirada crítica sobre los modelos de belleza dominantes y legítimos: de hecho, gracias al trabajo de cirujanos que siempre son vestidos por diseñadores de renombre y que son conscientes de que su participación en el quirófano hace las veces de rol fundamental en el teatro quirúrgico, casi a la manera del teatro anatómico de Vesalio, en algún momento había llegado a hacerse la barbilla de Venus, la frente de Monalisa, la boca de Europa...

    La operación cultural de Orlan es extensa y compleja10 , pero si hay algo indiscutible es que su trabajo alcanzó mayor fuerza en sí mismo y como cuestionamiento entre mediados y fines de los 90. Para complejizar aún más las lecturas posibles, ella cruza los gestos que enlazan quirófano, modelos de belleza y experimentación con los circuitos de comunicación (sus operaciones se transmiten en vivo por Internet) con un lema: "This is my body, this is my software". Con su cuestionamiento radical, Orlan desembarcó en Argentina, el país que, detrás de Estados Unidos, es más fértil en cuanto a número de cirugías estéticas, en 1999. Cualquiera podía sospechar que su visita podía servir para despertar algunas preguntas, quizá hasta para abrir un debate más o menos público.

    Donde más repercusión alcanzó fue en el programa de Chiche Gelblung, al que fue invitada en el papel de freak de la semana.


Un cierre que abre

    En 1999 a la hasta entonces poeta y escritora Gabriela Liffschitz le extirparon un pecho para intentar salvarla del cáncer. Era rubia y delgada, tenía 36 años, una niña pequeña, un libro de poemas y una nouvelle. A Gabriela la asimetría corporal le cambió la vida, pero no en el sentido en que la vida con un cuerpo enfermo termina transformando a las mujeres que sienten la diferencia (un pecho, no dos) como una carencia imposible de subsanar, o remontable, llegado el caso, sólo a condición de adoptar una rutina de prótesis cosméticas (y hasta quirúrgicas) destinadas a aliviar su papel de chicas fuera de la norma. Gabriela se negó terminantemente a simular que tenía aquello que la cirugía había sacado de ella. Se negó, también, a plegarse a los gestos de la enfermedad: ni poses de enferma doliente, ni pudores de mujer mártir alejada de todo deseo carnal o sentimental fueron sus armas para sobrellevar la presencia de una enfermedad que, a pesar de la intervención médica, comenzó a extenderse al resto de su cuerpo.

    Me permito hacer mías palabras de María Moreno: lo que hizo Gabriela fue convertir su experiencia del cáncer "desde el punto de vista médico (...) en la producción de un pensamiento radical sobre el cuerpo, el erotismo y el arte en acción. De ese modo pudo hacer, según sus propias palabras, que el registro de una mutación sustituya a una mutilación, dejar de ser la herida para convertirse en su observación, que en esa explanada a su costado haya podido ver el movimiento, la invención de la asimetría y no la ausencia de. En este golpe de dados, la muerte probable fue destituida como causa para ser meramente oportunidad"11 . La oportunidad se sirvió de las necesidades que Gabriela tuvo de añadir a su producción textual una expresión fotográfica, y así vieron la luz dos libros (Recursos humanos, 2000; Efectos colaterales, 2003) habitados por autorretratos y textos que registraron sus transformaciones en lo que Paola Cortés Rocca llamó un "manifiesto erótico-político".

    En esos dos volúmenes Gabriela hizo un corte de manga abrupto y creador a los modelos dominantes: remapeó las posibilidades del erotismo en su cuerpo al tiempo que cuestionó, desde esa misma corporalidad, los límites asfixiantes de un modelo dominante. Sus poses, sus miradas, la deriva que tejía en el torso su pecho ausente (al que ella transformaba en presencia llamándolo "la faltante"), cuestionaban duramente un modelo erigido como legítimo y abiertamente dominante de cuerpo femenino. Al borde de un tratamiento que no pudo paliar el dolor, reclamó para sí, para sus contemporáneas y para las mujeres que vendrán otros cuerpos. Mejor dicho: exigió la necesidad de modelar, aceptar, expandir y formar otros cuerpos femeninos de manera soberana, desairando a la superficialidad y la mirada de los otros. La transformación, en su propuesta, no es un deber externo, sino la consecuencia de un deseo soberano.

    Gabriela murió en febrero de este año.

    Me permito, con su condescencia, tomar para mí un gesto propio de la investigación histórica que sostiene que los siglos y las décadas no tienen una apertura y un fin necesariamente acordes con el calendario. Para mí, el modelo pedagógico del cuerpo de los 90 no termina cuando lo indica el almanaque, sino cuando Gabriela Liffschitz publicó el primer libro de autorretratos que exhibe en toda su plenitud una corporalidad intervenida pero ya no por el deseo, dimensionada singularmente por un gesto combativo que resignifica, abiertamente asimétrica, fuertemente conflictiva para la imagen dominante y, sin embargo, de un valor pedagógico que todavía puede dar miles de frutos.


Notas

  1. Bauman, Zigmund (1998): "Guardabosques convertidos en jardineros".

  2. Elias, Norbert, El proceso de la civilización, México, FCE, 1994

  3. Bajtín, M.: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento.

  4. Le Breton, David, Antropología del cuerpo y la modernidad.

  5. Le Breton, op. cit. p. 217

  6. Le Breton, ídem, p. 219

  7. De Beauvoir, Simone, El segundo sexo, p. 608

  8. De hecho, en estos días la publicidad de una crema antienvejecimiento la promociona con una frase lapidaria: "retrasá la cirugía". Será asombrosa, pero no la única.

  9. Ferrer, Christian, "La curva pornográfica. El sufrimiento sin sentido y la tecnología", p. 10

  10. Puede consultarse más en profundidad en http://www.orlan.net

  11. Moreno, María, "Gabriela Liffschitz 1963-2004".


Bibliografía

  • Bajtín, M.: La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. Barcelona. Barral. 1.974.

  • Bauman, Zigmund (1998): "Guardabosques convertidos en jardineros", en Legisladores e Intérpretes, UNQ, Buenos Aires.

  • De Beauvoir, Simone, El segundo sexo. Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

  • Elias, Norbert, El proceso de la civilización, México, FCE, 1994

  • Ferrer, Christian, "La curva pornográfica. El sufrimiento sin sentido y la tecnología". En Artefacto. Pensamientos sobre la técnica Nº 5, Buenos Aires, verano 2003-2004.

  • Le Breton, David, Antropología del cuerpo y la modernidad. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión. 2002.

  • Moreno, María, "Gabriela Liffschitz 1963-2004". En suplemento Las/12, Página/12, 20 de febrero de 2004

  • Moreno, María, "La cifra impar". En El fin del sexo y otras mentiras, Buenos Aires, Sudamericana, 2002.

Las fotos en blanco y negro son del libro Recursos humanos (2000);
las fotos color, de Efectos colaterales (2003). Ambos de Gabriela Liffschitz.
Pulsar sobre cada foto para verla ampliada.

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