efdeportes.com
La agresión y el deporte en el cine

 

Universidad de Málaga

(España)

María José Cortés Berrocal

Sergio Díaz Cambló

Sandra Inmaculada Sánchez España

Antonio Hernández Mendo

mendo@uma.es

 

 

 

 

Resumen

          La agresión es una conducta que obedece al propósito de infligir un sufrimiento a un tercero. Su expresión física es la violencia, y como emoción adaptativa se denomina agresividad. Puede presentarse, entre otras formas, como una herramienta que conduzca a la integración social, como un desencadenante de modificación actitudinal, o como el elemento de cohesión de una masa. Una amplia casuística se ha extraído de cuatro películas que ayudan a diseccionar esta parcela de la Psicología Social, con fines formativos y didácticos.

          Palabras clave: Psicología social. Agresión. Violencia. Influencia social. Actitud. Conducta. Masas. Cine.

 

 
EFDeportes.com, Revista Digital. Buenos Aires, Año 17, Nº 177, Febrero de 2013. http://www.efdeportes.com/

1 / 1

Delimitación conceptual

    La agresión siempre ha sido una de las temáticas más abordadas por la Psicología a lo largo de su historia, en un intento de acotarla, explicarla y dominarla, dadas sus consecuencias a título particular y colectivo. Erróneamente, el concepto de agresión se ha difuminado con el de violencia en el conocimiento popular, siendo realmente términos diferentes.

    La agresión no es una actitud en si misma. Katz (1960) definió la actitud como una tendencia aprendida a formular evaluaciones estables sobre un objeto de cualquier naturaleza; es un comportamiento que manifiesta el compromiso que tiene el sujeto con el intento de causar daño (LeUnes y Nation, 1989). Este matiz es particularmente interesante, pues referido a la agresión, implica que se impone un estímulo aversivo (físico, verbal o gestual) a un tercero de manera puntual, lo que se vincula con los fenómenos de masas que abordaremos más adelante (por ese carácter transitorio y no constante).

    Cuando la agresión es una emoción adaptativa, se denomina agresividad. Cabe indicar que si dicha emoción está enfocada hacia una meta social y el progreso del individuo, con talante alentador, se califica como “agresión prosocial”. Sin embargo, si no responde a ninguna emoción adaptativa y sólo existe el deseo deliberado de proporcionar sufrimiento, estaremos ante un caso de “agresión antisocial”, cuya expresión física es la violencia (Hernández Mendo, Molina y Maíz, 2003).

    No obstante, no hay unanimidad a la hora de delimitar el origen de la agresión, y es el motivo de que existan numerosas corrientes teóricas, que podemos aglomerar en tres grupos:

  • Las teorías biológicas, que se apoyan fundamentalmente en los trabajos de Freud (1921) y Eysenck (1964), argumentando a grandes rasgos que la agresión la causan factores puramente hormonales, cerebrales y en general de índole innata.

  • Las teorías sociológicas, que exponen que la agresión es fruto de una interacción entre grupos sociales pertenecientes a estamentos antagónicos, que pugnan por consolidarse como el grupo dominante y que practican la violencia por ser el vínculo que les ata a su colectivo (Hirschi, 1969; Becker, 1974).

  • Las teorías psicosociales, que incluyen los trabajos de Bandura (1982, 1987) acerca de la aprehensión de las pautas observadas, y las investigaciones de Turner (1987) sobre la categorización y la necesidad de interiorizar los patrones del grupo mayoritario para integrarse en él.

La agresión en los procesos de influencia social

    Algunos autores reseñan la obligación de mencionar Mein Kampf (Hitler, 1925) en cualquier trabajo que aborde la violencia como la expresión física de la agresión. Churchill en sus memorias publicadas en 1959 también alude al polémico texto, señalando que su tesis es tan sencilla como terrible: el hombre es un animal combativo, y la nación, una unidad de combate; su capacidad de lucha será producto directo de su pureza, por lo que es necesaria la extinción de la raza judía que, con su carácter universal, hace peligrar la pureza germana. El primer paso hacia esta meta pasaría, según el dictador, por “nacionalizar” las masas.

    Esto viene a resultar un eufemismo de la homogeneización del pensamiento, que es otra forma de definir a la influencia social. Es decir, que el ejercicio de la violencia sea la norma acordada por un grupo como vehículo de expresión física, no es más que un mecanismo de influencia social, que es el conjunto de procesos que rigen “las modificaciones de comportamientos, percepciones y juicios de un individuo, provocadas por los comportamientos, percepciones y juicios de otro individuo” (Canto, 1994). Por tanto, los procesos de influencia dictaminan las decisiones colectivas, presentándose como algo inherente al ser humano (Baron y Byrne, 1998) y frente a lo que posicionarse, surgiendo distintas modalidades que Barriga (1982) compila, basándose en las que desarrollaron Faucheux y Moscovici (1967):

  • Normalización: es la aceptación de una norma común que complazca todos los intereses de los componentes del grupo (Sherif, 1936). Para autores como Moscovici y Ricateau (1972) es el establecimiento de un marco referencial bajo el que ampararse en un contexto confuso, de forma que tutele la unanimidad.

  • Conformidad: es el proceso donde el grupo mayoritario ostenta una serie de patrones a los que hay que acogerse si no se quiere ser excluido (Asch, 1952). Para Baron y Byrne (1998), dos son los efectos más trascendentales: “arrastre” (lo que ha decidido la mayoría es lo que asumo), y la “desindividualización” (hay una identidad común que no deja margen para la propia).

  • Innovación: la ejercen las minorías activas, con el fin de propiciar el cambio social a través de nuevas formas de pensar. Hernández Mendo (1998) explica que, con la innovación, se puede terciar también desde un estatus carente de poder, ocasionando un flujo de influencia simétrico y bidireccional (donde mayorías y minorías interaccionan y se influyen mutuamente). Es preciso que los discursos de la minoría sean consistentes, para que la mayoría no tenga ningún punto desde el que desestabilizar; así, dicha coherencia, bajo una argumentación flexible, puede acabar impulsando el cambio social (Baron y Byrne, 1998), estableciendo la nueva normalización.

  • Obediencia: surge cuando un individuo o grupo modifica su comportamiento con el propósito de cumplir las órdenes decretadas por la autoridad, sin cuestionar sus efectos. Al igual que la conformidad, la obediencia también es fruto de la presión social del grupo mayoritario, como ya manifestó Milgram (1973) en su conocida investigación de la cárcel de Stanford (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012b), pero con la distinción de que la falta de un criterio sobre las normas se debe a una ausencia del sentido de la responsabilidad. Los trabajos de Ross (1977) también ultimaron que un mandato se realiza acorde a la creencia de que los resultados sólo conciernen a los dirigentes.

  • Persuasión: es la búsqueda de una modificación en la actitud subyacente mediante un cambio duradero (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012d). Con respecto a los demás procesos de influencia social, se discrimina en que ha de existir una notoria pretensión en ese deseo de corregir el comportamiento ajeno, y en que precisa de una interacción simbólica para que aparezca este mecanismo (Reardon, 1983; Canto, 1997).

    Enlazando con las teorías psicosociales de la agresión previamente referidas, podemos valorar que la violencia que manifiesta un grupo es un elemento sobresaliente dentro de las normas pactadas y el que les concede un estatus (Turner, 1987) y por ende, una identidad, pero igualmente es el instrumento a través del cual afiliarse y que hay que internalizar, como podría serlo cualquier otra característica que dibujara la idiosincrasia del grupo social mayoritario (Bandura, 1982, 1987) al que se aspira a entrar (Sherif, 1936).

    Es decir, la agresión sería un medio facilitador de los procesos de socialización (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012a), que son el aprendizaje de normas, destrezas, valores y actitudes que posibilitan que un individuo desempeñe un rol social y, consecuentemente, se integre en el grupo (Cruz, Boixados, Torregrosa y Mimbrero, 2003). Los agentes sociales son quienes transmiten esas normas mediante representaciones sociales, que se definen como concepciones de cualquier aspecto de la realidad gestadas y compartidas de forma unánime por el endogrupo, lo que refleja hasta qué punto son sustanciales estos agentes (Solís, 2002). Así, la violencia y las connotaciones que su práctica conlleva (sobre la forma de percibir la realidad), construirán unas representaciones sociales que deberán ser aceptadas por todo individuo que pretenda integrarse, a través de cualquiera de los mecanismos de influencia expuestos. Es éste uno de los puntales sobre los que se asientan los modelos teóricos generales de la psicología de masas.

    Por consiguiente, un contexto cultural violento es el caldo de cultivo de un grupo social violento, atendiendo a los trabajos clásicos de Bandura (1982, 1987) y otros más recientes como los de López Zafra (2009), que señala al entorno como principal responsable de que se internalicen (o no) patrones de agresión; una sociedad pretenderá ser pacifista si lo son sus agentes sociales y la cultura en la que se desenvuelven, ya que serán los patrones conciliadores los únicos a imitar. En consonancia con esto, tienen especial interés los ensayos de Phillips (1986) y de Warr (2007), que apuntan, sobre todo, a los medios de comunicación como emisores intensos de mensajes centrados en la violencia, dibujándola como vía de expresión actual y recurrente, algo que termina incidiendo en la actitud, como trataremos a continuación.

La actitud frente a la agresión

    Nunally (1978) describió la actitud como el sentimiento hacia algo. Zimbardo y Ebessen (1969) explican que este término es la tendencia aprendida a realizar evaluaciones (favorables o no), con carácter estable y sobre cualquier tipo de objeto, configurando un constructo hipotético que puede ser valorado considerando ciertos cánones de observabilidad (Hernández Mendo y Morales Sánchez, 2000).

    Una de las descripciones más extendidas y aceptadas es la propuesta por Allport (1935), que perfila la actitud como “un estado mental y neuronal de disposición para responder, organizada por la experiencia, que ejerce una influencia, directiva o dinámica, sobre la conducta respecto a todos los objetos y situaciones con los que se relaciona".

    La actitud, así pues, se gesta cuando tenemos un elemento que catalogar, sea cual sea su naturaleza (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012c). Para autores como Rosenberg y Hovland (1960), esto conlleva un análisis desde tres estadios diferentes: el afectivo (el nivel de satisfacción), el cognitivo (la cantidad de información) y el conductual (la predisposición a la acción). No obstante, hay divergencia de criterios en lo que concierne a la magnitud de la actitud sobre la resolución de una conducta: existe una corriente teórica que propone que es definitiva (Ajzen y Fishbein, 1980), mientras que hay otra que sostiene que la conducta es el producto de múltiples variables (Cooper y Croyle, 1984).

    En cualquier caso, donde sí existe consenso es en determinar el núcleo de la actitud en la tendencia afectiva-valorativa (Ajzen y Fishbein, 1980; Shavitt, 1989), lo que sugiere el impacto que el grupo social tiene en el individuo y que, inevitablemente, nos lleva de nuevo a las influencias sociales; la mayoría presionará sobre el individuo de manera tal que reformule su actitud, igualándola a la imperante (Sherif, 1936). Un ejemplo clásico es el de la construcción de prejuicios, fruto de la influencia mutua entre lo cognitivo y lo afectivo, donde la información está sesgada. Con estos prejuicios se fabrican y atribuyen unos rasgos al exogrupo que sirven para, más que definirlo, proporcionar identidad endogrupal (Turner y Killian, 1957; Turner, 1987) en base a los opuestos. Para autores como Gelles (2007), es una de las principales causas de la perennidad de la agresión: que esté en la idiosincrasia del endogrupo conllevará su transmisión intergeneracional.

La violencia y los prejuicios

    A la luz de lo expuesto, un grupo social puede fijar como creencia la práctica de la violencia como medio de expresión recurrente en el género masculino, ya sea a través de deportes de contacto, gestos y expresiones malsonantes o juegos enérgicos, mientras que al género femenino se le asigna un rol más calmado, compuesto de tareas más delicadas y pausadas (Gelles, 2007). Dicho de otro modo, en un grupo social que se elabore el prejuicio de que lo masculino deberá ser necesariamente violento para diferenciarse de lo femenino, no podrá integrarse un sujeto que no comparta el estereotipo.

    Una persona deberá modificar sus creencias para que sean coincidentes con las de la mayoría, afectando directamente a su actitud. Festinger (1957) abordó este proceso, en su Teoría de la disonancia cognitiva, un individuo desarrollará la actitud acorde con los argumentos para evitar la incongruencia interna que ocasiona el choque de cogniciones antagónicas y la de recudir, así, la ansiedad.

    Los prejuicios han sido y son una problemática muy abordada en la Psicología, siempre dispuesta a contribuir al progreso social. Multitud de estudios han concluido que los estereotipos se reducen en el instante en que dos colectivos, bajo condiciones específicas, entran en contacto, resaltando, pues, el valor de los trabajos de Allport (1954), autor de la Teoría del Contacto y pionero a la hora de abordar esta materia.

    Las condiciones contextuales que se requieren para esa reducción de prejuicios según Allport, consisten en: la igualdad de estatus en los grupos, las metas comunes, la cooperación (en substitución de la competición), y la supervisión de una autoridad. Sin embargo, las posteriores revisitaciones a su trabajo (Pettigrew y Tropp, 2006 y 2008), han evidenciado que son (las condiciones) meramente facilitadoras y no esenciales, a la par que sí puede darse una reorientación en las creencias de sujetos con prejuicios muy arraigados (algo que negaba Allport); en concreto, en aquellos con personalidad dominante, con poca apertura mental o autoritaria (Hodson, 2008). El motivo estriba en que estos perfiles disparan los estereotipos hacia multitud de grupos sociales, con lo que la comunicación con otro colectivo disiparía los prejuicios hacia ése y por extensión, al resto de grupos similares.

    Según estudios actuales, los individuos que más estereotipos acumulan, son los más beneficiados del contacto social. Para Pettigrew y Tropp (2008), la causa se halla en los procesos emocionales derivados del contacto, destacando la reducción de la ansiedad y el incremento de la empatía, cobrando particular relevancia la figura del mediador o regulador en el proceso de contacto, al ser el camino común en el que se encuentran los dos conjuntos de sujetos, realzando su papel en el desarrollo de la apertura mental o en el choque con otra cultura (Dhont y Van Hiel, 2009).

    Por tanto, los trabajos de Allport y las posteriores iteraciones se postulan como herramienta eficaz a la hora de refutar los estereotipos. Pero como señalábamos previamente, las características contextuales se han revelado como facilitadoras y no como imprescindibles, lo que nos lleva a investigaciones como las aludidas de Phillips (1986) y Warr (2007), que exaltan la prioridad de construir un adecuado clima social que pueda favorecer por sí mismo la supresión de la agresión antisocial, señalando directamente a los medios de comunicación de masas como responsables, en gran medida, de fomentar la creencia de que la violencia es método de expresión habitual, desensibilizando a los receptores de este mensaje, que adoptan una postura idéntica como resultado de los procesos de influencia.

    Una aportación valiosa a este respecto la encontramos en la Teoría subcultural de Taylor (1971) y Clarke (1973), que exponían que los actos vandálicos en el fútbol por parte de las clases obreras británicas, obedecían a la creencia de que las clases pudientes estaban usurpándoles este deporte. De este modo, respondían con violencia a lo que valoraban como una manifestación de resistencia (pues habían consagrado al deporte sus aspiraciones sociales), y la canalizaban a través del odio a los equipos rivales y sus seguidores. Al hilo de lo aportado por Warr (2007) y por López Zafra (2009), el peligro de fomentar la cultura de la violencia radica en que se elabora la creencia de que es la forma de expresión habitual, sirviendo además como un pretexto con el que actuar frente a grupos sociales que se han catalogado como amenaza y a los que se les ha adjudicado el estereotipo de que sólo se les puede hacer frente con la violencia (Berkowitz, 1996), lo que dibuja un choque de clases como en la Teoría subcultural.

La agresión como mensaje

    La agresión se vuelve particularmente difícil de erradicar cuando es un mensaje aprehendido dentro de un proceso de persuasión. Este mecanismo de influencia social, como se ha explicado previamente, es una pretensión deliberada de modificar la conducta subyacente de forma duradera, y busca que las representaciones sociales que comparte una comunidad sean aceptadas por el sujeto desde su convicción, a través de la atracción y la sugestión, y no por la fuerza o el abuso de poder. Cuando ya se han redefinido creencias, actitud y conducta en el sujeto como resultado de la persuasión, volver a hacer un proceso inverso es muy complicado debido a la disonancia cognitiva (Festinger, 1957) lo que denota el poder de la persuasión (Reardon, 1983).

    Este mecanismo de influencia social fue abordado por los sociólogos Hovland, Janis y Kelley en 1953 en Yale, aclarando que un individuo será persuadido y realizará una modificación conductual, siempre que haya percibido incentivos para hacerlo y, además, haya reformulado sus creencias. Así, se concibe como un proceso compuesto de distintas etapas (Trenholm, 1989):

  • El mensaje: serán importantes el entorno de su emisión (intransigente o condescendiente), el canal elegido (directo o indirecto), y el contenido (grado de nitidez o ambigüedad).

  • La fuente emisora (quién lo divulga, su vínculo con el receptor, el nivel de carisma, atractivo y credibilidad), y la fuente receptora (grado de semejanza con el emisor, autoestima, creencias previas y nivel educativo).

  • Respuesta interna de la fuente receptora: las resoluciones psicológicas a la emisión del mensaje son atención, comprensión, retención y aceptación, y se precisan de todas para que tenga efecto la persuasión. Esto es manifiesto, ya que un mensaje que no se ha entendido no puede aceptarse, y algo que ha pasado desapercibido no se puede reconocer.

  • Respuestas observables: son exponentes de que se ha completado (o no) la persuasión, y consisten en rectificaciones de su percepción, afecto, opinión y acción. En otras palabras, tiene que comprobarse que se ha ocasionado en el receptor una propensión estable a hacer determinadas estimaciones (ahora conformes con las del emisor), lo cual viene a ser la descripción de actitud de Zimbardo y Ebessen (1969).

    Los mecanismos que posibilitan que tenga lugar la persuasión han sido ampliamente debatidos, pero hay consenso a la hora de establecer el modelo de Petty y Cacioppo (1981) de probabilidad de elaboración, como el más preciso. En este arquetipo, la recepción de un mensaje conlleva que se desarrollen dos estrategias: la que está centrada en el razonamiento, que analiza alternativas, consecuencias y sopesa toda la información, se conoce como “ruta central”; la que se emplea cuando los recursos no están disponibles para ese análisis exhaustivo, se denomina “ruta periférica”, y es dependiente de heurísticos y todo el bagaje de experiencias acumuladas en poder del sujeto, lo que explicaría que no sea seducido constantemente y que otras veces sí, ya que la ruta central no lo evita taxativamente, pues en ella participan las influencias sociales y el sesgo.

    Así, un mensaje que apela a las emociones del receptor tiene mayor probabilidad de ser internalizado, por una cuestión de empatía y de identificación, como apuntan Gross y John (2003), con lo que los mensajes de esta índole promueven mejor la reorientación conductual. Si unimos esto a los ensayos mencionados de Ajzen y Fishbein (1980), o Shavitt (1989), en los que se ubicaba al núcleo de la actitud en la tendencia afectiva-valorativa y su trascendencia sobre la resolución de una conducta, se discurre que habrá más probabilidad de modificación conductual si el mensaje interpuesto recae en el componente emocional de la actitud. Concluimos, a tenor de la magnitud de las emociones en los procesos de socialización (Gross y John, 2003), que el empleo de la persuasión puede resultar fatal si se utiliza en la dirección equivocada.

    A este respecto, es específicamente destacable la figura del emisor, en un paralelismo patente con el regulador/mediador del proceso de contacto; Hovland y Weiss (1951) ya analizaron que el atractivo y la credibilidad del emisor son categóricos para que un mensaje se difunda; pero también es determinante el poder que exhiba la fuente emisora (Kelman, 1958), pues a ella se le atribuye la función de dispensar las recompensas o los castigos en el endogrupo, de modo que aceptar la reestructuración conductual implicaría un conjunto de beneficios o pérdidas procedentes de ese emisor. Además, si éste transmite al receptor la noción de que el cambio le bonificará disminuyendo eventuales situaciones contraproducentes, la persuasión será más inextinguible (Hovland y Janis, 1959).

Agresión y fenómenos de masas

    La agresión, como hemos razonado, puede resultar tremendamente perniciosa si está contenida en un mensaje que divulga un emisor con fines nocivos. Tal y como hemos desarrollado en el punto anterior, un conjunto de sujetos asumirá la violencia como algo intrínseco si percibe beneficios o teme los castigos procedentes de la fuente de poder; también la aceptará si el emisor resulta carismático y creíble y además, vierte su mensaje sobre unas fuentes semejantes con unas creencias afines ya establecidas, que han sesgado la ruta central; asimismo, los mensajes que inciden en las emociones del receptor serán más efectivos al tratar de modificar creencias y actitud.

    Todo ello configuraría una masa -que no grupo (Reicher, 1987)- seducida por la agresión, donde la desindividualización de los componentes ha dado paso a un grupo homogéneo, controlado por una jerarquía de poder desde la que, a través de la sugestión y el contagio, ha edificado una mente colectiva en la que priman la tensión y la proclividad estructural, el seguimiento y la difusión de una creencia generalizada, y la movilización de los participantes (Smelser, 1962).

    Para Javaloy (1996), las masas tienen la peculiaridad de germinar procesos de identificación extremadamente rápidos y de desenvolverse mediante reacciones circulares: un evento excitante (por ejemplo, un partido de fútbol contra un rival significativo) suscita la concentración de la masa; el contagio de la excitación fomenta los impulsos comunes, derivando en una conducta colectiva elemental (vandalismo, insultos, palizas, etc.), que ha sido previamente iniciada por aquellos componentes de la masa que se valoran como especialmente significativos (los hinchas más veteranos). Esto destierra la idea de que las masas son grupos caóticos y desorganizados (Mann, 1970, 1977), y supone el eje de la Teoría de la norma emergente de Turner y Killian (1957).

    No obstante, la Teoría del contagio de Le Bon (1895) argumenta que estas características reacciones circulares respondían al anonimato de los sujetos (un paralelismo con el trabajo de Milgram, 1973), donde tampoco se percibía responsabilidad en los actos), que pasan a ser autómatas y meros imitadores al sufrir una especie de hipnosis colectiva, resultado de la activación generalizada y que autores como Sanmartín (2002) responsabilizan a los flujos hormonales desencadenados por la excitación.

    Dollard y cols. (1939) matizaban que, en realidad, los comportamientos violentos de las masas obedecían a lo que denominó Teoría de la frustración-agresión, en la que describe a la frustración como una “interferencia” del comportamiento, que siempre acaba generando “alguna forma de agresión”. Autores como Davitz (1952), apostillaron que la interferencia englobaría cualquier meta no alcanzada que se ha buscado premeditadamente, ocasionando mayor agresión cuanto mayor ha sido la frustración y confirmándose una relación alícuota causa-efecto (Harris, 1974). Esto nos evoca la Teoría subcultural, donde las clases obreras inglesas expresaban, a través de la violencia, la impotencia frente a la pérdida de la exclusividad del fútbol como símbolo de su estamento social (Taylor, 1971).

Intervención sobre la agresión

    El modelo psicosocial de Kerr (1994), al fusionar los trabajos de Apter (Teoría de la inversión, 1982, 1989) y de Brown (manipulación del tono hedónico, 1991), comparece como una sólida manera de explicar las conductas violentas y de, además, intervenir sobre ellas. La Teoría de la inversión se sustenta sobre cómo somos inconsistentes en nuestros comportamientos, al estar regidos por estados metamotivacionales que guían nuestra interpretación de cualquier objeto, según el contexto; los estados metamotivacionales, dispuestos por pares (conformidad-negativismo, télico-paratélico), fluyen de un extremo a otro atendiendo al estado metamotivacional operante (de ahí que se denomine “Teoría de la inversión”, pues un estado excluye al otro antagónico mientras esté vigente).

    La propuesta de Apter se completa con el concepto de “arousal”, que es el grado de excitación, ya sea percibido (arousal sentido) o pretendido (arousal deseado). Cuando el sujeto interpreta de forma positiva el arousal sentido, estará inmerso en un proceso de satisfacción y placer (denominado “tono hedónico positivo”). Al revés, estaríamos ante un caso de “tono hedónico negativo” si el arousal sentido se percibe como desagradable.

    Los tonos hedónicos están paralelamente asociados a los estados metamotivacionales, de manera que el comportamiento oscila para que el sujeto encuentre el equilibrio entre el estado metamotivacional y los arousal deseado y sentido. Es decir, cuando un individuo se encuentra dentro de una situación valorada como positiva, estará relajado si su estado metamotivacional es télico, o excitado cuando el estado sea el paratélico. De igual modo, cuando el tono hedónico sea negativo (contexto valorado como adverso), el sujeto estará ansioso en el estado metamotivacional télico, y aburrido en el paratélico. Por extensión, cuando el arousal deseado esté desproporcionado respecto del sentido, el tono hedónico se percibirá como desagradable.

    De esta forma, se razonaría el flujo de estados y de comportamientos, explicando los actos de los “hooligans”: en estos individuos, el equilibrio entre arousal deseado y sentido se ubicaría en un estado paratélico de arousal elevado, que disipase el aburrimiento y buscara la activación. Es, asimismo, la justificación de que emociones negativas se perciban como positivas si se dan en un estado paratélico (placer en deportes de riesgo o películas de terror).

    La capacidad predictiva del modelo de Kerr (la clave de la intervención) hay que agradecérsela a los trabajos de Brown (1991). Su Teoría de la manipulación del tono hedónico se elabora después de desgranar las conductas derivadas de la adicción al juego y al alcohol, concluyendo que el proceso de adicción a una conducta es similar a la que cursa un ludópata o un alcohólico. Kerr (1994) instaura, así pues, las etapas de evolución del “hooliganismo”:

  • Predisposición personal.

  • Vulnerabilidad a la adicción.

  • Iniciación a la actividad hooligan.

  • Voluntad de ejercer como hooligan.

  • Búsqueda de actividades sobresalientes/reconocimiento endogrupal.

  • Lapsos de actividad.

  • Estabilización de la adicción.

    La sintomatología inequívoca de que se ha establecido la dependencia a la conducta violenta, la encontramos en los períodos de inactividad, idénticos al síndrome de abstinencia que genera cualquier otra adicción. Kerr (1994) propone, como estrategias fundamentales de intervención, la práctica de anteriores actividades reforzantes y de otras nuevas alternativas, así como la recolocación en múltiples diligencias socialmente aceptadas.

    Las etapas señaladas por Kerr en la instauración del “hooliganismo” (predisposición personal, vulnerabilidad) nos retrotrae a las características facilitadoras de mensaje, emisor y receptor que contribuyen al éxito de la persuasión; de igual modo, la búsqueda del reconocimiento también lo enlazamos con los procesos de influencia social, en un intento de afiliarse al grupo pretendido, del mismo modo que podríamos vincular la necesidad de equilibrar los arousal de Kerr con la resolución de la disonancia cognitiva de Festinger. Las siguientes películas analizadas recogen con especial acierto las investigaciones aquí recopiladas.

“Memorias de Queens” y la subcultura del honor

    Memorias de Queens (Dito Montiel, 2006) es la curiosa traducción española de A guide to recognizing your saints: “una guía para reconocer tus santos”, la biografía de este director llevada al cine. Es un relato del día a día en el popular barrio marginal neoyorquino; el desempleo, la pobreza, la delincuencia y la violencia están presentes en la vida de todos sus vecinos, en mayor o menor escala.

    Para López Zafra (2009), la cultura de la violencia que allí se manifiesta sería la responsable de que se transmitiera de generación en generación. Las representaciones de la realidad están filtradas por la agresión, y de ese modo los agentes sociales las diseminan al resto de miembros de la comunidad (Cruz, Boixados, Torregrosa y Mimbrero, 2003); esto es, desenvolverse en este contexto ha requerido de la internalización de unas normas basadas en la agresión.

    Para Decker (2007), este entorno de marginación es el pilar de la Teoría de la subcultura del honor, llevada a cabo por bandas de delincuentes juveniles. En este tipo de contextos, la falta de apoyo institucional, el fracaso de las medidas educativas, la desestructuración familiar, la escasez de recursos económicos y la percepción de falta de control sobre su propio porvenir, promueven la noción de que lo único que les queda a estos jóvenes es la identidad -un paralelismo con los trabajos de Taylor (1971) y Clarke (1973)-, y como las herramientas que conocen para defenderla están basadas exclusivamente en la agresión (Bandura, 1982, 1987), esta protección del honor cae en la incoherencia de efectuarse con medios poco nobles (amenazas, linchamientos, peleas, etc.).

 

    El segmento mostrado ilustra un “ajuste de cuentas” típico de la subcultura del honor: uno de los miembros rivales va a cobrarse lo que considera ha sido un agravio, y la forma de saldar la deuda es propinando una paliza al protagonista. Podemos observar cómo la banda rival ríe las intenciones de su compañero desde el coche, corroborando algunas de las aportaciones de Geller (2007), Worschel y cols. (2003): predomina el género masculino en las agresiones antisociales, y además suelen ejecutarlas de forma directa, verbal primero y corporal después, con una planificación previa y además una justificación moral procedente de un proceso socio-cognitivo evidentemente tendencioso (Páez y Ubillos, 2003).

 

    El fragmento anterior también plasma las relaciones entre los miembros de la comunidad, indistintamente de la edad; el niño es acosado y víctima de abusos verbales, siendo testigo del uso de la violencia como recurso de expresión de estos agentes sociales. Dada la magnitud que poseen (Solís, 2002), están cimentando en el niño los mismos patrones, máxime teniendo en cuenta que son percibidos como dispensadores de castigos y que una futura modificación conductual (de imitación) podría evitarlos (Kelman, 1958).

    La marcha de Montiel de Queens a California, después de la muerte de uno de sus amigos, se explicaría por el impacto emocional sobre la actitud (Ajzen y Fishbein, 1980); la remodelación de sus creencias a causa de este acontecimiento, junto con el deseo de prosperar lejos del barrio, han trazado una nueva conducta (Hovland, Janis y Kelley, 1953). Ahora Montiel pasaría a ejercer, sin saberlo y desde una posición privada de poder, un proceso de innovación (Hernández Mendo, 1998).

    Justamente ésta sería la llave para poder cambiar las normas establecidas por la mayoría: nuevas referencias conductuales que aparten el ejercicio de la violencia (López Zafra, 2009) como medio de expresión del grupo social, implantando nuevos patrones desde una minoría (Baron y Byrne, 1998) para que sean aprehendidos por el resto (Bandura, 1982, 1987). Ya lo dice el título original: la “guía para reconocer santos” no es más que encontrar el modelo adecuado a imitar.

“Neds” y la teoría de la frustración-agresión

    “NEDS” es el acrónimo anglosajón de Non-educated Delinquent, lo que traducido literalmente significa “no educados y delincuentes”. La película de mismo título, escrita y dirigida por Peter Mullan en 2010, aborda el siempre delicado tema del acoso escolar. La transformación que sufre John McGill, su protagonista, de víctima a verdugo, es el interesante eje sobre el que gira el largometraje.

    John es un excelente alumno, con unas calificaciones brillantes pero con ningún amigo. Su inteligencia es un obstáculo para ello, pues sus compañeros de clase no lo ven como a un igual (el proceso de normalización en el aula implica el fracaso escolar). Tan sólo cuenta con el apoyo de su madre y su tía (procesos de innovación), que le infunden ánimo en que persiga sus objetivos (ver enlace siguiente, minuto 3:15) y mantenga el interés por estudiar, tratando de apartarle del mal ejemplo de su hermano Benny (con un amplio historial delictivo) y de su padre, alcohólico y maltratador (16:59).

 

    En el mismo día de su graduación escolar, John padece un episodio de violencia a manos de su acosador. Sobrepasado por su situación, decide contárselo a su hermano, que opta por capturarlo y dejar en manos de John el castigo. Finalmente, decide no mortificarlo y no abusar de su condición privilegiada (minuto 11:15), cuestión que le reprocha Benny, manifestando su creencia de que la violencia es poder.

    Pero algo ya estaba cambiando en John. En 10:20, le vemos ponerse un abrigo de su hermano: quiere experimentar lo que se siente cuando se infunde miedo. Hay una relación con los trabajos de Festinger (1957): su actitud hacia la violencia es negativa (32:00), porque él mismo es víctima de ella, pero, por otro lado, contrae la noción de que, si la ejerciera, desaparecería el miedo (41:40). La disonancia cognitiva se resolverá a favor de la violencia, tal y como pronosticaba Festinger, pues es la vía de expresión de los agentes sociales que rigen el entorno (padre, hermano, compañeros de clase, vecinos del barrio).

    Las potenciales recompensas que un cambio conductual producirían son muy atractivas para John: no sólo se extinguiría su desasosiego –con la descarga emocional que esto supone (Kelman, 1958)-, sino que podría integrarse al comportarse como los iguales; es decir, al seguir la norma vigente de emplear la violencia (Moscovici y Ricateau, 1972). Se empieza a fraguar la rectificación de creencias, que desemboca en la conversión conductual y, al final, en una nueva actitud (Hovland, Janis y Kelley, 1953).

    El contexto también juega un papel destacado. La película se sitúa en el Glasgow de 1973, año en que comienza la crisis del petróleo y una profunda recesión económica que afecta duramente a los países más desarrollados. La transición a la adolescencia de John coincide con el convulso inicio de “la era Thatcher”, donde la drástica reducción del poder de los sindicatos y las altas tasas de desempleo habían disparado los niveles de violencia en los sectores de las clases obreras, a la que pertenece nuestro protagonista y su entorno.

    Recordamos en este punto los trabajos de Dollard y cols. (1939), base de la Teoría de la frustración-agresión: la sensación de pérdida de poder, recortado desde la cúpula de la jerarquía social, deja sin opciones a los damnificados. La agresión y la frustración se retroalimentan y sus manifestaciones violentas terminan siendo la seña de identidad de la clase trabajadora, que no sabe de qué otra forma exteriorizar su impotencia (Clarke, 1973).

    Lo mismo sucede con el protagonista. La espiral de vejaciones se expande más allá de su padre y sus compañeros: incluso sus maestros participan (15:00 y 18:45), y el único conocido con el que hace migas es apartado de su lado por su inferior estatus económico (30:00). La frustración en John crece y termina respondiendo con la agresión: verbal (44:30), gestual (46:30) y finalmente, física (56:21), consolidándose la reestructuración de creencias y actitud antes descrita.

    Pero tal y como señalan autores como Berkowitz (1996) o Páez y Ubillos (2003), la respuesta violenta como vía de expresión habitual conlleva un deterioro cognitivo, que genera una desensibilización creciente y progresiva de la agresión: se deshumaniza al adversario y se diluye la capacidad empática (61:00). Así, John pasa a ser un nuevo acosador (80:59).

    La sensación de desconcierto y frustración aumentarán y con ello, la magnitud de las agresiones, que es, exactamente, lo que le ocurre al protagonista, quien, en la recta final de la película, busca una paliza definitiva (101:50), que acabe con su constante sentimiento de agonía tras haber tocado fondo y traspasado toda clase de límites (74:00); algo que se plantea después de la petición de su padre (98:00), hundido en el mismo trance. Esta aportación de Páez y Ubillos (2003) podemos relacionarla directamente con los trabajos de Brown (1991) y el modelo de Kerr (1994), en los que hay un paralelismo entre las etapas del “hooliganismo” y la evolución de la conducta de John, de creciente implicación en la pandilla de delincuentes.

    Al margen del desenlace, decididamente arriesgado y excesivo, y más allá de la necesaria premura con la que se suceden los cambios en John por exigencias cinematográficas, la situación en la que queda el protagonista al final, cruzando un campo de leones (111:19), es una metáfora de la sociedad; el entorno es hostil, plagado de depredadores y sólo hay dos opciones: devorar o ser devorado. Ciertamente, esta valoración radical es un llamamiento a todos nosotros, a cómo hemos asentado una cultura de la violencia en la que somos partícipes, y en qué grado hemos contribuido alguna vez a sostenerla.

“Hooligans” y adictos a la violencia

    El primer largometraje de la directora germana Lexi Alexander es Green Street Hooligans (Hooligans en España), de obligado pase para abordar este fenómeno vinculado al fútbol y una excelente aproximación a los comportamientos de masas. Con un guión escrito por ella (en el que se exponen retazos de su propia experiencia como seguidora del SV Waldhof Mannheim), y Dougie Brimson (un hincha muy conocido entre los hooligans por su pasada militancia en el West Ham United), la película, estrenada en 2005, narra las vicisitudes de Matt Buckner, un universitario que entra en contacto con un peso pesado de una hinchada de fútbol, y que acaba implicándose en ésta.

    El punto de partida es la expulsión de Matt de la universidad de Harvard; Jeremy, su compañero de habitación es descubierto en posesión de drogas y convence al protagonista para que cargue con la culpa (minuto 4:00 del enlace). Este hecho ya indica rasgos de la personalidad de Matt determinantes para un posterior cambio de actitud: apocado, con baja autoestima y altamente manipulable (Trenholm, 1989). La falta de una red de apoyo (no tiene a nadie disponible, ni amigos ni familiares [9:25]), le conducen a Londres, a casa de su hermana Shannon y su marido, Steve.

    Nada más llegar conoce al hermano pequeño de Steve, Pete, un miembro destacado en la hinchada del West Ham United, pero a la sombra de la labor realizada como hooligan por el mismo Steve, otrora uno de los líderes de estos fanáticos. Por imposición, Pete lleva al protagonista al partido que se celebra a la noche, no sin antes transmitirle una serie de normas (que no son más que prejuicios, como vemos en 16:00, contra policías, periodistas y clases pudientes) y de presentarle al resto de sus amigos de la hinchada.

    Entre 18:00 y 19:50, advertimos algunas de las características externas e internas de este grupo, muy comunes en los violentos (Gelles, 2007), como la vestimenta similar y tatuajes temáticos (como signos externos de territorialidad y filiación), el predominio absoluto del género masculino en la hinchada, la ideología compartida, el cántico o el consumo de alcohol y tabaco como actividad básica por connotaciones de masculinidad; todo ello ha conformado un marco referencial que satisface a todos sus componentes, originando un proceso de normalización (Sherif, 1936).

    Se produce en Matt una adhesión hacia el grupo por un mecanismo de despersonalización (Tajfel y Turner, 1986), causado por la percepción de recompensas si se introduce en la hinchada, y que son beneficios de carácter netamente emocional (la pertenencia a una red de apoyo de la que carece [38:45]), y que, como ya hemos mencionado en veces anteriores, impulsa a la reestructuración de creencias y conductas por la especial incidencia en el componente afectivo de la actitud (Ajzen y Fishbein, 1980; Shavitt, 1989; Berkowitz, 1996).

    Las actividades comunes de estos grupos violentos no sólo sufragan su identidad más allá de la propiedad de la agresión (Gelles, 2007), sino que es la introducción de categorías lo que les cohesiona (Tajfel y Wilkes, 1963): la atribución de prejuicios a los rivales paradójicamente les define a ellos, por antítesis, y disipa las potenciales diferencias endogrupales (Turner, 1987), fortaleciendo las creencias compartidas, como el orgullo y la reputación (Páez y Ubillos, 2003).

    Después de ser herido (28:00), rescatado y empujado a pelear (29:45), Matt hace balance de la situación: podrá granjearse un círculo de amistades si practica la violencia. La expresión física de la agresión se perfila, pues, como una herramienta adaptativa dentro de un proceso de socialización (Tajfel, 1984; Turner, 1987). El cambio de actitud, propiciado por las renovadas creencias y conductas, catalogará desde este momento las expresiones de agresión como positivas, para evitar la incongruencia interna (Teoría de la disonancia cognitiva de Festinger, 1957).

    Como la violencia ha pasado a percibirse como agradable (54:06), ya que es la llave para mantener el estatus de miembro, se trastorna el procedimiento para alcanzar el equilibrio entre el arousal deseado y el arousal sentido, como planteaba Kerr (1994) a raíz de la Teoría de la inversión. Matt concibe ahora como placentero el estado paratélico (euforia, elevados índices de activación) gracias al tono hedónico positivo procedente del arousal sentido. Para que el arousal deseado y el sentido concurran (y se experimente armonía), será necesario mantener el tono hedónico positivo, y el precio será recurrir a las situaciones que proporcionen los máximos niveles posibles de activación. De lo contrario, el estado paratélico estará descompensado con respecto al arousal deseado, suscitando el aburrimiento y percibiendo la situación como desagradable.

    Con el mismo modelo psicosocial de Kerr (1994), que asumía los trabajos de Brown (1991) sobre adicciones, podríamos predecir que Matt termine padeciendo una adicción a las conductas violentas, pronóstico que finalmente se cumple. Según las etapas del “hooliganismo” planteadas por Kerr, verificamos que el universitario las ha ido atravesando:

  • La predisposición y la vulnerabilidad a la adicción: son obvias desde el mismo comienzo. Su carácter manipulable le lleva a ser expulsado de la universidad por un error ajeno que no destapa, a aceptar un soborno, y después, a someterse rápidamente a un proceso de despersonalización dentro de la banda. Su autoestima y autoconfianza son bajas y su red de apoyo social inexistente.

  • La Iniciación a la actividad hooligan: tiene lugar tras su primera escaramuza (en torno al minuto 28), cuando tiene la oportunidad de demostrar su valía y de ganarse la afiliación. No obstante, para algunos autores como Berkowitz (1996), la iniciación comenzaría antes, en el bar, punto de encuentro de la hinchada y donde toma contacto con su historia, sus hábitos y algunos miembros destacados, delimitando iniciación de transición.

  • La voluntad de ejercer como hooligan: el propio Matt lo expresa abiertamente en el minuto 38:21 (“pero yo quiero irme con Pete”). Esta fidelidad también respondería a la prescripción de un proceso de persuasión sobre el americano, culminado con éxito gracias en parte a algunas de las características que reúne el emisor (Pete), tales como el carisma (40:01), la credibilidad y el vínculo emocional (35:20) que desarrolla con Matt (Hovland y Weiss, 1951), y a las peculiaridades del receptor anteriormente mencionadas. Igualmente, con el modelo de Petty y Cacioppo (1981) se justificaría que un adulto universitario de alto poder adquisitivo ingresase en este tipo de colectivos, ya que la ruta central de procesamiento de mensajes está gravemente sesgada por la carga emocional implícita en contenido y emisor, y unas disposiciones previas facilitadoras (Trenholm, 1989).

  • La búsqueda de actividades sobresalientes y el reconocimiento endogrupal: desde su primera pelea callejera, el universitario se afana por integrarse lo más prontamente posible; no duda en tener un enfrentamiento con su cuñado para defender a Pete (36:10) o en quebrantar las restricciones que, por su propia seguridad, le establece el grupo (47:24).

  • Lapsos de actividad: tienen lugar entre las jornadas de fútbol, en las que no desconecta de la hinchada, sino que se planifican los enfrentamientos o se comentan las reyertas.

  • Estabilización de la adicción: son esenciales las frases de Matt a partir de 54:16. “De repente formaba parte de la hinchada con la mayor reputación de Londres. Todo el mundo en la ciudad había oído hablar de mí. (…) Nunca había vivido más cerca del peligro, pero nunca me había sentido (…) más confiado. (…) En cuanto a la violencia (…) le iba cogiendo el gustillo. (…) No te sientes vivo a menos que te arriesgues, a ver hasta dónde llegas”. Es la confirmación de que hay una dependencia de la conducta violenta, que es creciente e imparable y que, como hemos desgranado antes, obedece a la búsqueda de mayores niveles de activación para armonizar el arousal deseado con el sentido.

    Algunos investigadores como Kandel, Schwartz y Jessel (2001) apuntan como artífices de esta dependencia a hormonas como la noradrenalina y la dopamina, segregadas en notables cantidades durante un período de excitación, y que fluyen en proporción a la duración del evento. La frecuencia de su emisión ocasionará un incremento de la actividad del circuito dopaminérgico (o lo que es lo mismo, se demandan más actos violentos que desencadenen la secreción de estas monoaminas), y, simultáneamente, se genera una inhibición (por antagonismo) del sistema serotoninérgico, que implicaría ansiedad, hiperresponsividad a los estímulos ambientales, alteraciones en el humor y en el control de impulsos, y, en general, elevados niveles de agresividad. Reestablecer el equilibrio entre los sistemas supondría pasar por una etapa de abstinencia y una posterior instauración de nuevas conductas, como en cualquier otra adicción, según indicaban Brown (1991) y Kerr (1994).

    Green Street Hooligans también brinda la oportunidad de contemplar la tipología de masas de Brown (1954):

  • Pasiva (simples espectadores).

  • Activa:

    • Agresiva: dirigida contra alguien o algo (los West Ham contra la hinchada rival). Los linchamientos son la manifestación más habitual (29:49).

    • Evasiva: de movimiento centrífugo, busca la escapatoria de una amenaza imaginaria o tangible. La expresión más habitual es el pánico (minuto 74, algunos miembros huyen en el incendio).

    • Turba adquisitiva: movimiento centrípeto orientado hacia algo que se desea. Típico en los accesos a los estadios para comprar las entradas o rumbo a los encuentros (22:54).

    El periplo de Matt también nos ofrece una visión pragmática de los hooligans como masas que, lejos de estar desorganizadas, presentan una estructura similar a la de un grupo social, tal y como defendía Berkowitz (1996) con su concepto de “masa categorizada”: presentan una jerarquía, donde la cúpula (los hinchas más veteranos y respetados) ostenta el poder y fija los objetivos, se coordinan los recursos, se delegan tareas y se coopera en pos de un beneficio colectivo (50:20); las recompensas, en este caso, provendrían de la humillación del rival, el triunfo sobre el contrario y la exaltación del orgullo propio (34:20, 48:10), según la subcultura del honor de Decker (2007). Este funcionamiento sistemático y metódico del fenómeno “hooligan” (Hernández Mendo y cols. 2001), contradice la postura de Mann (1977), quien afirmaba que el vandalismo de estas agrupaciones respondía al contagio de una histeria colectiva, que llevaba a los sujetos a participar espontáneamente sólo porque permanecerían anónimos en las fechorías.

    El final de la película es poco menos que controvertido, ya que ofrece una de cal y otra de arena. Por un lado, el ajuste de cuentas entre los hinchas del West Ham y la banda rival, se salda trágicamente, puesto que ambos grupos sufren la pérdida de seres queridos, y se resalta el error de haber perseguido ese “ojo por ojo”. Pero la otra cara es el desenlace de Matt: decide “vivir de un modo que le honrara” (a Pete), y opta por volver a Harvard tras amenazar a Jeremy, el compañero de cuarto que poseía drogas. En 98:00, se zanja la discusión con violencia; por si quedaran dudas, Matt sale del establecimiento cantando el himno de los hooligans del West Ham, luego es evidente que los valores del grupo se han internalizado más allá de la desaparición de su principal vínculo afectivo y del líder del grupo, con el cual guarda ahora una relación de lealtad (el compromiso mencionado antes).

    El mensaje subyacente es que la violencia le ha hecho mejor, le ha dado autoconfianza, autoestima, carácter y valores; es el final que la directora quiere darle, pero estamos en la evidente obligación de manifestar nuestro desacuerdo, pues, como venimos explicando, la violencia, como cualquier otra norma, se traspasa a través de la cultura y de los agentes sociales en una relación interdependiente (López Zafra, 2009), con lo que sólo podremos impedir la transmisión de la agresión cuando seamos conscientes de que nuestra facultad de transferir todo tipo de valores, positivos y también perniciosos. De todas formas, insistimos en el valor didáctico del largometraje para abordar la temática de la agresión y el fenómeno hooligan.

“American History X” y la teoría del contacto

    Según datos procedentes del Ministerio de Educación en España, del año 2010, las escuelas han visto multiplicado por siete el número de alumnos inmigrantes, una cifra tan abultada que forzosamente ha modificado el sistema educativo, habida cuenta de que el 82% de estudiantes de origen extranjero acuden a centros públicos, y que presentan, según NESSE (2008), una serie de patrones como alto ausentismo y bajo rendimiento, que la Educación tiene la obligación de paliar.

    Autores como Yinger (1994) ya mostraron su preocupación ante esta problemática, pues alertan de que ocasiona a medio plazo un fenómeno de segregación cultural, al concentrarse los hijos de inmigrantes en determinados centros escolares, pues los padres del grupo mayoritario ya no llevan a su prole a estas escuelas por temor a una pérdida de calidad en la enseñanza (Stanat y Christensen, 2006). Estos centros, consecuentemente, recibirán menos prestaciones al presentar mayores tasas de abandono y fracaso escolar y tendrán, por tanto, más limitaciones para hacer frente a las necesidades de sus alumnos.

    Esta coyuntura no es diferente de la que otros países han atravesado, pero resulta especialmente interesante el caso de Estados Unidos, donde está amparada por su constitución la tenencia de armas. Para Warr (2007), esta disposición social ha construido la creencia colectiva de que los delitos graves son frecuentes, y de que la supresión de esta cláusula podría ser percibida por un amplio sector como una restricción a su libertad; a grandes rasgos, se estaría frente una cultura de la violencia erigida sobre el miedo.

    En sintonía con Warr se sitúan trabajos como los de Berkowitz (1996) o Páez y Ubillos (2003): la percepción de miedo por el sujeto le hace elaborar un juicio moral que le legitimaría el uso de la violencia (y recurrir a las armas), con lo que la transmisión intergeneracional de la agresión está servida. En esta tesitura, la segregación racial sería especialmente férrea, porque se han multiplicado los prejuicios entre los colectivos debido, justamente, a ese clima de alerta (Pettigrew y Troop, 2006). Los skinheads, partidarios de ese cisma racial y en el contexto que acabamos de describir, son el núcleo de American History X (Tony Kaye, 1998); el film narra la evolución de Derek a través de su hermano pequeño Daniel, que pasa de cabecilla de una banda de neonazis a rebelarse contra ellos.

    Los orígenes de la ideología fascista en Derek hay que localizarlos en su padre, policía abiertamente racista que fallece a manos de delincuentes afroamericanos mientras ayudaba en tareas de extinción de un incendio; acusamos nuevamente el impacto emocional como impulsor de la modificación en la actitud (Shavitt, 1989). Derek elude la incongruencia interna (si la raza negra no es una amenaza, ¿por qué han matado a mi padre?) resolviéndola a favor de la conducta que emanaba de la que era su figura de referencia (Festinger, 1957), lo que nos recoloca tras la estela de los trabajos de Bandura (1982, 1987) y la trascendencia de los modelos de imitación.

 

    A partir de ahí, Derek buscará la adhesión a un grupo de similares creencias. Autores como van Dick y cols. (2008) creen que la afiliación a un colectivo lo más homogéneo posible obedece al temor de que la diversidad de opiniones y juicios originen disidencias intragrupales y restara cohesión al grupo, por lo que una asociación uniforme se etiqueta como poderosa al concentrar todos los medios en las mismas metas. Se vislumbra, pues, una pretensión de ostentación de potestad (o unas mínimas garantías a la hora de una confrontación), ya que, de lo contrario, entraría a formar parte de una colectividad rica en creencias, con reparto de recursos que beneficiaran la variedad de fines del endogrupo (van Knippenberg y cols., 2004).

    El mayor grado de homogeneidad en un grupo de estas características lo encuentra en los neonazis. Si consideramos a Tajfel y Wilkes (1963), la introducción de una categoría como antítesis (raza blanca versus raza negra) es el factor determinante para que no haya fisuras intragrupales; si reparamos en Decker (2007), son los factores estructurales (orígenes humildes, falta de recursos económicos, acceso a las armas) y los psicosociales (percepción de pérdida de control de la comunidad a favor de otra, experiencias traumáticas con miembros del exogrupo, defensa de la territorialidad, sentimientos de venganza en el caso particular de Derek) los culpables de que se haya instaurado la tensión y el odio entre grupos, que luchan por salvaguardar su propio concepto del honor en cualquier faceta –como en el partido del vídeo-, porque consideran que es lo que les queda –y si lo pierden, malogran el estatus (Turner y Killian, 1957)-.

    El doble crimen de Derek es el clímax de su travesía como skinhead. No sólo siente que ha hecho justicia con la muerte de su padre (en una inferencia que hemos debatido con los trabajos de Clarke de 1973, donde se imputa a un tercero el sufrimiento que me infligen a mí), sino que alcanza el máximo nivel de respeto dentro de su banda; los fascistas le ven como un héroe y esa admiración es extrapolada a Daniel.

 

    El hermano pequeño de Derek es el hilo conductor de la narración. Está inmerso en distintos procesos de influencia; por un lado, su madre Doris y su profesor afroamericano Robert Sweeney ejercen la innovación, siendo éste último quien apunta a Daniel a las clases de historia americana X, en un intento desesperado de que se desintoxique de la información sesgada que le suministran y madure el pensamiento crítico, la única “arma” realmente eficaz frente a las influencias sociales (Halone, 1986; Chaffee, 1988; Webster-Stratton, 1999).

    Por otro lado, existe un proceso de conformidad (Baron y Byrne, 1998), puesto que hay una desindividuación que no deja espacio para la identidad propia en el grupo, y un “arrastre” desde el que asume las decisiones que han tomado por él (a quien odiar y a quien idolatrar). Los refuerzos que llenan la vida de Daniel (como por ejemplo todas las insignias nazis de su habitación) le impelen a mantenerse en esta dirección. Aunque, a todas luces, es la conducta de su hermano mayor la más predominante sobre él, por lo que, valorando a Bandura (1982, 1987), su militancia (de carácter ideológica) en los skins obedecería a un mero patrón imitado y no tanto a un mecanismo de influencia de por sí.

 

    El discurso proselitista de Derek no puede ser rechazado si no se ha madurado el pensamiento crítico (Halone, 1986), y persuadirá a los presentes gracias al carisma del emisor (Hovland y Weiss, 1951), su grado de semejanza con los receptores (contexto marginal), la credibilidad (los datos gubernamentales que aporta) y las creencias afines de los oyentes (Trenholm, 1989).

    Así, el modelo de probabilidad de Petty y Cacioppo (1981) explicaría que el mensaje racista sea rápidamente apropiado, por las condiciones de ambas rutas: la periférica está saturada de heurísticos proclives, y la central está comandada por un proceso de influencia social afín al mensaje. Para fortalecer la consistencia de la persuasión, Derek expone el contenido de su mensaje por un canal directo (Trenholm, 1989) y bajo un contexto intransigente (o con los blancos o contra los blancos), que aceleran todo el mecanismo por la apreciación de que, juntos como unidad y contra un objetivo, obtendrían recompensas y no estarían tan expuestos a coyunturas adversas (Hovland y Janis, 1959). Por último, con otro giro demagógico que garantice el éxito de la persuasión, apela a los sentimientos de los allí presentes (la tienda que visitaban desde la infancia) para que, por una cuestión de empatía (Gross y John, 2003), se involucren en la causa. La convergencia de todo lo alegado suscita el cambio de actitud y la creación de adeptos, y además, según indican autores como Berkowitz (1996) o Páez y Ubillos (2003), la deformación cognitiva vinculada a la información manipulada, autorizaría al uso de la violencia, justificada como un mecanismo de defensa.

    Es reseñable que en el video del discurso, aparezcan mujeres. El género femenino no ha estado presente en NEDS ni en Green Street Hooligans como miembros activos de una masa violenta, y tampoco lo estará en American History X. Sólo han practicado la agresión antisocial de forma directa las adolescentes pandilleras de Memorias de Queens -algo que certifica Bandura (1982, 1987) por ser la vía de expresión de los modelos imperantes-, pues han sido los hombres quienes han asaltado el supermercado al final de este segmento.

    Los trabajos de Berkowitz (1996) y Gelles (2007) argumentan que esto es debido a varias causas existentes en los ambientes violentos, tales como el predominio de una cultura machista, la baja aceptación social de las agresiones femeninas, y a la predisposición de la mujer a ejercer la violencia de forma indirecta y eminentemente con carácter emocional, en contraposición a los hombres (de forma directa e instrumental), que llevarían a apartar al género femenino de las confrontaciones y escaramuzas callejeras. En Memorias de Queens, la estandarización de la violencia por parte de todos los agentes sociales, ha disparado la tolerancia a las agresiones provenientes de la mujer e influido por igual en todos los miembros de la comunidad, por ser un mecanismo de adaptación.

    El ingreso en la cárcel es un nuevo comienzo para Derek. Allí será testigo de cómo otros skinheads presos trafican y negocian con reos mejicanos, conducta que es cuestionada y que le costará una traumática agresión sexual. A la impresión de verificar que los skins no son coherentes con su misma ideología, se une la conmoción de sufrir abusos de sus propios iguales: todo se vuelve aún más confuso cuando además sólo encuentra apoyo en dos personas de raza negra, que son otro presidiario –Lamont- y el profesor de las clases de historia americana X, Sweeney.

 

    La relación de Derek y Lamont nos devuelve a la Teoría del contacto de Allport (1954): los prejuicios y los estereotipos se reducirán en el momento en que dos colectivos se comuniquen, bajo unas condiciones que autores como Pettigrew y Tropp (2006 y 2008) valoran como facilitadoras pero no imprescindibles, aún estando los estereotipos profundamente arraigados (Hodson, 2008): la igualdad de estatus (que existe, por ser reclusos); las metas comunes (sobrevivir en la cárcel, salir y empezar una nueva vida); la cooperación (las tareas de prisión, la protección mutua); y la supervisión de una autoridad, que en este caso sería de carácter moral y la simbolizaría Sweeney. El profesor también tiene el rol de moderador emocional, papel fundamental según los ensayos de Dhont y Van Hiel (2009), al procurar que el contacto entre ambas partes sea progresivo, delicado y beneficioso para todos, fomentando el progreso de una apertura mental que erradique los prejuicios y estimule el pensamiento crítico (Chaffe, 1988).

 

    Los eventos que se suceden en la vida de Derek substituyen sus creencias, en un proceso que cuenta con Sweeney como emisor del mensaje (irónicamente, semejante al que Derek desempeñaba como reclutador), y como fuente del proceso de innovación (Hernández Mendo, 1998). La instauración de las nuevas conductas (Hovland, Janis y Kelley, 1953) acabará por finalmente desplegar una nueva actitud integracionista.

    Su misión ahora será convencer a Daniel de que también reescriba su actitud. Su explicación de que todo lo que ha creído era un fraude y de que se implicó “porque estaba enfadado” (procede aludir a la Teoría de la frustración-agresión), es narrada desde la crudeza y sin paliativos (convicción del mensaje, credibilidad) pero en un contexto intimista y relajado, factores que contribuyen a la captación del contenido, además del vínculo que guardan ambas partes, absolutamente determinante (Trenholm, 1989). De igual modo, Derek se muestra coherente con su actitud (pasa a cooperar con la policía) y flexible en postura (“no te diré lo que tienes que hacer”), lo que magnifica la fuerza de su influencia (Baron y Byrne, 1998).

    Como ya apuntaba Reardon (1983), volver a ser persuadido cuando hubo una reestructuración a todos los niveles, es harto complejo, y para que se logre, es necesaria una fuerte conmoción en el estadio emocional (Ajzen y Fishbein, 1980; Shavitt, 1989), que empuje a un replanteamiento de creencias y conductas. La confusión que embarga a Daniel es sofocante, y de hecho, recurre en el último tramo de la película a un proceso de autopersuasión, que le lleve a resolver las cogniciones antitéticas (Festinger, 1957) que está procesando (el entorno versus Derek, la normalización frente a la innovación). La disonancia cede esta vez al éxito de la innovación, por ser las representaciones sociales antirraciales las que predominan en los agentes importantes para Daniel: su madre, su hermana, el profesor Sweeney y sobre todo, Derek (Solís, 2002).

 

    La reflexión del último trabajo de Daniel no deja lugar a dudas sobre la consumación del proceso, como tampoco lo hace el director de la película sobre su postura ante la violencia. El alegato que American History X promueve, es un instrumento estimable para condenar la cultura de la violencia, y más valorando su concepción de producto destinado a ser proyectado a una masa. Ejemplos así, contestarios y rotundos, son indispensables para combatir el uso generalizado de la agresión, si bien es cuestionable que para ello recurra a la violencia explícita. Pero, en cualquier caso, la invitación a reflexionar es necesaria para que madure el pensamiento crítico (Raingruber, 2003), que es imprescindible para hacer frente a las influencias sociales (Halone, 1986; Chaffee, 1988; Webster-Stratton, 1999).

    Ya que numerosas investigaciones (Alexander, 1995; Nelson, 2002; Karlinsky, 2003) avalan el empleo de material cinematográfico para facilitar el aprendizaje en el estudiante, gracias a la promoción de la empatía y la comentada reflexión, el presente artículo nos ha parecido una muy útil contribución a aquellas tareas de carácter pragmático que aborden esta temática de la Psicología Social. De igual modo, consideramos que es un recordatorio de los factores que contribuyen al sostenimiento de la cultura de la violencia. Evocando el trabajo de Daniel, y por tanto, parafraseando a Lincoln en su discurso de investidura: “No somos enemigos, sino amigos. No debemos ser enemigos”. Que nuestra sociedad, incluyámonos todos, fomente la agresión con las consiguientes secuelas aquí manifestadas, perpetuará un problema que nos afecta y nos perjudica.

Referencias

  • Ajzen, I. y Fishbein M. (1980). Understanding attitudes and predicting social behavior. Londres: Prentice Hall International.

  • Alexander, M. (1995). Cinemeducation: An innovative approach to teaching multicultural diversity in medicine. Annals of behavioral sciences and medical education, 2(1), 23–28.

  • Allport, G. W. (1935). Attitudes. En C. Murchison (Ed.), Handbook of Social Psychology (pp. 798-884). Worcester, MA: Clark University Press.

  • Allport, G. (1954). The nature of prejudice, Reading, MA: Addison-Wesley.

  • Apter, M. J. (1982). The experience of motivation: The theory of psychological reversals. Londres: Academic Press.

  • Apter, M.J. (1989). Reversal theory: Motivation, emotion and personality. Londres: Routledge.

  • Asch, S. E. (1952). Social Psychology. New Jersey: Prentice Hall.

  • Bandura, A. (1982). Teoría del aprendizaje social. Madrid: Espasa-Calpe.

  • Bandura, A. (1987). Pensamiento y acción: fundamentos sociales. Barcelona: Martínez Roca.

  • Baron, R. A. y Byrne D. (1998). Psicología Social. Madrid: Prentice Hall.

  • Barriga, S. (1982). Psicología de grupo y cambio social. Barcelona: Hora.

  • Becker, G. S. (1974). A Theory of Social Interactions. Journal of Political Economy. 82 (6), 1063-1093.

  • Berkowitz, L. (1996). Agresión, consecuencias y control. Bilbao: Desclée de Brouwer.

  • Brown, R. I. F. (1991). Gambling, gaming and other addictive play. En J. H. Kerr y M. J. Apter (Eds.), Adult Play: A reversal theory approach (pp. 101-118). Amsterdam: Swets & Zeitlinger.

  • Brown, R. W. (1954). Mass phenomena. Handbook of Social Psychology, 2, 833-876. Cambridge: Addison-Wesley.

  • Canto Ortiz, J. M. (1994). Definición de Influencia Social. Modalidades de Influencia. En J.M. Canto Ortiz, Psicología Social e Influencia. Estrategias de poder y procesos de cambio (pp. 19-41). Málaga: Ediciones Aljibe.

  • Canto Ortiz, J.M. (1997). Modelos teóricos de la persuasión. En L. Gómez Jacinto y J.M. Canto Ortiz (Comps.), Psicología Social (pp.93-105). Madrid: Editorial Pirámide.

  • Chaffee, J. (1988). Thinking critically. Boston: Houghton-Mifflin.

  • Clarke, J. (1973). Football hooliganism and the skinhead. Birmingham: Centre for Contemporary Cultural Studies, Universidad de Birmingham.

  • Cooper, J. y Croyle, R. T. (1984). Attitudes and attitude change. Annual Review of Psychology, 35, 395-426.

  • Cruz, J., Boixados, M., Torregrosa, M., Mimbrero, J. (2003) ¿Existe un deporte educativo? Papel de las competiciones deportivas en el proceso de socialización del niño, revista de Psicología del deporte, 5, 111-134.

  • Davitz, J. R. (1952). The effects of previous training on postfrustration behavior. Journal of Abnormal Social Psychology, 47, 309-315.

  • Decker, S. H. (2007). Youth Gangs and Violence behaviour. En D. Flannery, A. T. Vazsonyi e I. Waldman (Eds.), The Cambridge Handbook of Violent Behavior and Agression (pp. 388-402). Nueva York: Cambridge University Press.

  • Díaz Cambló, S. y Hernández Mendo, A. (2012a). La socialización deportiva a través del cine. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 16 (164), enero. http://www.efdeportes.com/efd164/la-socializacion-deportiva-a-traves-del-cine.htm

  • Díaz Cambló, S. y Hernández Mendo, A. (2012b). La influencia social en el cine. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 17 (171), agosto. http://www.efdeportes.com/efd171/la-influencia-social-en-el-cine.htm

  • Díaz Cambló, S. y Hernández Mendo, A. (2012c). Actitudes y cine: dependencia estructural. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 17 (171), agosto. http://www.efdeportes.com/efd171/actitudes-y-cine-dependencia-estructural.htm

  • Díaz Cambló, S. y Hernández Mendo, A. (2012d). Persuasión y cine. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 17 (171), agosto. http://www.efdeportes.com/efd171/persuasion-y-cine.htm

  • Dhont, K. y Van Hiel, A. (2009). We must not be enemies: Interracial contact and the reduction of prejudice among authoritarians. Personality and Individual Differences, 46, 172-177.

  • Dollard, J., Miller, N.E., Doob, L.W., Mowrer, O.H. y Sears, R.R. (1939). Frustration and aggression. New Haven: Yale University Press.

  • Eysenck, H. J. (1964). Crime and personality. Londres: Routledge & Kegan Paul.

  • Faucheux, C. y Moscovici, S. (1967). Le style de comportement d’une minorité et son influence sur les réponses d’une majorité. Bulletin du CERP. 16 (4), 337-360.

  • Festinger, L. (1957). A theory of cognitive dissonance. Stanford, CA: Stanford University Press.

  • Freud, S. (1921). Psicología de las masas y análisis del yo. S. Freud, obras completas. Madrid: Biblioteca Nueva.

  • Gelles, R. J. (2007). Family violence. En D. Flannery, A. T. Vazsonyi e I. Waldman (Eds.), The Cambridge Handbook of Violent Behavior and Agression (pp. 403-417). Nueva York: Cambridge University Press

  • Gross, J.J., y John, O. P. (2003). Individual differences in two emotion regulation processes: implications for affect, relationships, and well being. Journal of Personality and Social Psychology, 85, 348-362.

  • Halone, J. (1986). Teaching critical thinking in psychology. Milwaukee: Alverno Productions.

  • Harris, M. B. (1974). Aggressive reactions to a frustrating phone call. The Journal of Social Psychology, 92, 193-198.

  • Hernández Mendo A. (1998). La comunicación grupal. En J. M. Canto (Ed.), Psicología de los grupos: estructuras y procesos (pp. 131-156). Málaga: Ediciones Aljibe.

  • Hernández Mendo, A., Molina Macías, M. y Maíz Rodríguez, F. (2003). Violencia y Deporte: revisión conceptual. EduPsykhé, 2 (2), 183-220.

  • Hernández Mendo, A., Molina Macías, M., Pérez Mazuecos, G., Estrella Colomo, A., Gálvez Cordero, P. y Ortega Alcántara, I. (2001). Violencia en el fútbol: una reseña bibliográfica. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 29. http://www.efdeportes.com/efd29/violen.htm

  • Hernández Mendo, A. y Morales Sánchez, V. (2000). La actitud en la práctica deportiva: concepto. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 18, febrero. http://www.efdeportes.com/efd18a/actitud.htm

  • Hirschi, T. (1969). Causes of Delinquency. Berkeley: University of California Press.

  • Hodson, G. (2008). Interracial prison contact: The pros for (social dominant) cons. British Journal of Social Psychology, 47, 325-351.

  • Hovland, C. I. y Janis, I. L. (1959). Personality and persuasibility. New Haven, CT: Yale University Press.

  • Hovland, C. I., Janis, I. L. y Kelley, H. H. (1953). Communication and persuasion. New Haven, CT: Yale University Press.

  • Hovland, C. I. y Weiss, W. (1951). The influence of source credibility on communication efectiveness. Public Opinion Quarterly, 15, 635-650.

  • Javaloy, F. (1996). Hinchas violentos y excitación emocional. Revista de Psicología del Deporte, 9-10, 93-102.

  • Kandel, E., Schwartz, J., y Jessel, T.M. (2001). Principios de neurociencia. En E. Kandel, J. Schwartz y T. M. Jessel (Eds.). Méjico: McGrawHill Interamericana.

  • Karlinsky, H. (2003). Doc Hollywood North: part I. The educational applications of movies in Psychiatry. CPA Bulletin, 35 (1), 9-12.

  • Katz, D. (1960). The functional approach to the study of attitudes. Public Opinion Quarterly, 24, 163-204.

  • Kelman, H. C. (1958). Compliance, identification and internalization: Three processes of attitude change. Journal of conflict resolution, 2 (1), 51-60.

  • Kerr, J. H. (1994). Understanding soccer hooliganism. Milton Keynes: Open University Press.

  • Le Bon, G. (1895). The crowd: A study of the popular mind. Londres: Ernert Benn

  • LeUnes, I. D. y Nation, J. R. (1989). Sport psychology: An Introduction. Chicago: Nelson-Hall.

  • López Zafra, E. (2009). El componente cultural de la violencia. En J. F. Morales, E. Gaviria, M. Moya e I. Cuadrado, Psicología Social (pp.441-453). Madrid: McGraw Hill.

  • Mann, L. (1970). Social psychology of waiting lines. American Scientist, 58, 390-398.

  • Mann, L. (1977). The effect of stimulus queues on queue-joining behavior. Journal of Personality and Social Psychology, 35, 437-442.

  • Milgram, S. (1973). Obedience to Authority: An Experimental View. Nueva York: Harper Perennial.

  • Ministerio de Educación (2010). Datos y cifras. Curso escolar 2010-2011. Madrid: Subdirección General de Documentación y Publicaciones, Secretaría General Técnica.

  • Moscovici, S. y Ricateau, P. (1972). Introduction à la psychologie sociale. París: Larousse.

  • Nelson, E. (2002). Using film to teach psychology: A resource of film study guides. Recuperado el 12 de Septiembre de 2012, de ttp://www.lemoyne.edu/OTRP/otrpresources/filmresource.pdf

  • NESSE (2008). Education and immigration: strategies for integrating migrant children in European Schools and societies. Bruselas: Comisión Europea.

  • Nunnally, J. C. (1978). Psychometric theory. Nueva York: McGraw-Hill.

  • Páez, D. y Ubillos, S. (2003). Agresión. En D. Páez, I. Fernández, S. Ubillos y E. Zubieta (coord.), Psicología Social, Cultura y Educación (pp. 553-604). Madrid: Prentice Hall.

  • Pettigrew, T. F. y Tropp, L. R. (2006). A meta-analytic test of intergroup contact theory. Journal of Personality and Social Psychology, 90, 751-783.

  • Pettigrew, T. F. y Tropp, L. R. (2008). How does intergroup contact reduce prejudice? Meta-analytic tests of three mediators. European Journal of Social Psychology, 38, 922-934.

  • Petty, R. E. y Cacioppo, J. T. (1981). Attitudes and persuasion: Classic and Contemporary approaches. Dubuque, IA: Brown.

  • Phillips, D. P. (1986). Natural experiments on the effects of mass media violence on fatal agressions: Strengths and weaknesses of a new approach. En L. Berkowitz (Ed.), Advances in Experimental Social Psychology, vol. 19 (pp. 207-250). Orlando: Academic Press.

  • Raingruber, B. (2003). Integrating aesthetics into advanced practice mental health nursing: Commercial film as a suggested modality. Issues in mental health nursing, 24, 467–495.

  • Reardon, K. (1983). La persuasión en la comunicación. Barcelona: Paidós.

  • Reicher, S. D. (1987). Crowd behaviour as social action. En J. C. Turner, M. A. Hogg, P. J. Oakes, S. D. Reicher y M. S. Wetherell, Rediscovering the social group: A self-categorization theory. Oxford: Blackwell.

  • Rosenberg, M. J. y Hovland, C.I. (1960). Cognitive, affective and behavioral components of attitudes. En C.I. Hovland, y M.J. Rosenberg (eds.), Attitude Organization and Change. New Haven: Yale University Press.

  • Ross, L. (1977). The intuitive psychologist and his shortcomings: Distortions in the attribution process. En L. Berkowitz (Ed.), Advances in experimental social psychology (vol. 10, pp. 173-220). San Diego, CA: Academic Press.

  • Sanmartín, J. (2002). La mente de los violentos. Barcelona: Ariel.

  • Shavitt, S. (1989). Operationalizing functional theories of attitude. En A. R. Pratkanis, S. J. Breckler, y A. G. Greenwald (Eds.), Attitude structure and function (pp.311-337). Hillsdale, NJ: Lawrence Erlbaum.

  • Sherif, M. (1936). The psychology of social norms. Nueva York: Harper.

  • Smelser, N. (1962). Teoría del comportamiento colectivo. Méjico: Fondo de Cultura Económica.

  • Solís, D. (2002). Miedos y paradojas, presencias y ausencias en las representaciones del deporte en una escuela de Bella Vista. Lecturas: EF y Deportes. Revista Digital, 55. http://www.efdeportes.com/efd55/miedos.htm [Consulta: 12 de septiembre de 2012].

  • Stanat, P. y Christensen, C. (2006). Where Immigrant students succeed. A comparative review of performance and engagement in PISA 2003. Paris: OECD.

  • Tajfel, H. (1984). Grupos humanos y categorías sociales. Barcelona: Herder.

  • Tajfel, H., y Turner, J. C. (1986). The social identity theory of intergroup behavior. En S. Worchel y W. G. Austin (Eds.), The psychology of intergroup relations (pp. 7-24). Chicago: Nelson-Hall.

  • Tajfel, H. y Wilkes, A. L. (1963). Classification and quantitative judgement. British Journal of Psychology, 54, 101-114.

  • Taylor, I. (1971). Football Mad: A Speculative Sociology of football Hooliganism. En E. Dunning (Ed.), The Sociology of Sport (pp. 352-377). Londres: Frank Cass.

  • Trenholm, M. S. (1989). Persuasion and social influence. Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall.

  • Turner, J. C. (1987). Rediscovering the social group: A self categorization theory. Oxford: Blackwell.

  • Turner, R. H. y Killian, L. M. (1957). Collective behaviour. Englewood Cliffs: Prentice Hall

  • van Dick, R., van Knippenberg, D., Hägele, S., Guillaume, Y. R. F., y Brodbeck, F. (2008). Group diversity and group identification: The moderating role of diversity beliefs. Human Relations, 61, 1463–1492.

  • van Knippenberg, D., De Dreu, C. K. W., y Homan, A. C. (2004). Work group diversity and group performance: An integrative model and research agenda. Journal of Applied Psychology, 89, 1008–1022.

  • Warr, M. (2007). Violence and culture in the United States. En D. Flannery, A. T. Vazsonyi e I. Waldman (Eds.), The Cambridge Handbook of Violent Behavior and Agression (pp. 571-582). Nueva York: Cambridge University Press.

  • Webster-Stratton, C. (1999). How to promote children’s social and emotional competence. Londres: Sage.

  • Worschel, S., Cooper, J., Goethals, G. R. y Olson, J. M. (2003). Agresión: el daño a otros. En Worschel, S., Cooper, J., Goethals, G. R. y Olson, J. M. (Eds.), Psicología Social (pp.301-333). Madrid: Thomson.

  • Yinger, M. (1994). Ethnicity. Source of Strength or Source of Conflict? Albany: New York University Press.

  • Zimbardo, P. G. y Ebbesen, E. B. (1969). Influencing Attitudes and Changing Behavior Reading. MA: Addison-Wesley.

Otros artículos sobre Arte y deporte

  www.efdeportes.com/
Búsqueda personalizada

EFDeportes.com, Revista Digital · Año 17 · N° 177 | Buenos Aires, Febrero de 2013
© 1997-2013 Derechos reservados