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Para Ariel Scher y Amílcar Romero, dos apasionados por el fútbol.
Durante el desarrollo del reciente campeonato Mundial de fútbol se reactualizó una antigua polémica sobre la inducción de violencia social por el deporte de masas. Una serie de incidentes generados por partidarios de los equipos participantes fuera de los estadios donde se desarrollaba el torneo, fue la ocasión para resucitar este debate que, como las olas, fluye y refluye sin cesar al ritmo de la emergencia de la violencia colectiva. El debate confronta, esquemáticamente, dos posiciones antagónicas.
En primer lugar es posible delinear la posición de quienes sostienen que el fútbol, al igual que otros deportes de masas, promueve las manifestaciones de violencia. En este sentido el fútbol desataría también otras pasiones que trascienden su campo específico. Por ejemplo, tratándose como en el campeonato Mundial de una confrontación entre equipos de diversos países, esto desataría la pasión nacional y aquello que deforma, excede y, al límite, torna ilegítima esa pasión, la xenofobia.
Diversos analistas han tratado de explicar el por qué de esta asociación del fútbol con la Nación. La explicación más plausible al respecto es que, tratándose de un deporte de equipos, el fútbol ofrece la ocasión ideal para promover las identidades colectivas y, entre ellas, las identidades nacionales. Otro argumento vinculado con éste es que la confrontación entre dos equipos constituye la oportunidad de proseguir la guerra por otros medios, en el sentido tanto de Clawsevitz como de Freud: un espacio imaginario en el cual operan a la vez la identificación con el grupo y la posibilidad (simbólica) de matar al Otro. Con el reaseguro adicional, en buen psicoanálisis se entiende, de que al no tratarse de una muerte real puede renovarse simbólicamente en cada enfrentamiento entre equipos que representan a sus respectivos países.
En el contexto de este enfoque la violencia asociada con el fútbol constituye un verdadero acting, ya que se trata de un "pasaje a los hechos" de quienes pierden la posibilidad de establecer una frontera entre lo imaginario y lo real, llevando al terreno físico las agresiones simbólicas. Se trataría en suma de una transgresión "por exceso", en la que se busca convertir en realidad lo que no era más que una metáfora.
En segundo lugar puede identificarse otra interpretación diferente sobre la violencia en el fútbol, cuyas connotaciones son menos psicoanalíticas y más "sociológicas". Según esta posición, se trataría de exculpar al fútbol de una violencia que lo excede en la medida que está inscripta socialmente. La violencia en el fútbol no constituiría más que un reflejo de una sociedad violenta, un espejo en el que la sociedad se contemplaría. Este argumento, más que por la violencia en sí, indaga por sus condiciones sociales de emergencia y, sobre todo, por los violentos: marginales, excluidos, incultos. Si la sociedad produce violencia, es porque genera desigualdades intolerables y, hasta cierto punto, sería razonable que los excluidos hallen aquí una válvula de escape, la ocasión para expresar su descontento. Esta violencia es netamente exterior al fútbol. A la inversa del argumento anterior que colocaba la violencia en la esencia misma del deporte, aquí se exculpa al fútbol de raíz, en la medida que éste no puede más que mimetizarse con la sociedad que constituye su suelo y razón de ser.
Permítasenos sintetizar ambas posiciones - esquemáticas por cierto y no necesariamente contradictorias -, bautizándolas como el "argumento de la pasión" y el "argumento del espejo de la sociedad". Cada uno de estos argumentos se vincula con diversas medidas institucionales y políticas que se promueven cotidianamente para evitar los desbordes de violencia colectiva.
El argumento de la pasión lleva a colocar las raíces de la violencia en la esencia misma del fútbol. Por lo tanto los mecanismos propuestos para expurgar al fútbol de este indeseable subproducto se concentran en el "control de la pasión". Este control debería extenderse a los protagonistas del espectáculo. En primer lugar a los propios jugadores, quienes deberían ser sensibles a estas pasiones y evitar su desborde, mediante una conducta ejemplar dentro del campo de juego –algo que, por otra parte, está previsto en los reglamentos del deporte- y también fuera de él –como todo espacio comunicativo, el del fútbol debería expurgarse de "excesos", verbales sobre todo. En segundo lugar se trata de controlar el "exceso" de los medios, en la medida que el periodismo deportivo tiende, "simbólicamente", a una exacerbación de las pasiones, convirtiendo una mera competencia deportiva en un combate épico: la "furia española" vs. los "vikingos noruegos", el "piraterismo inglés" vs. "la maquinaria teutona", u oposiciones por el estilo. Se trata, en el largo plazo, de establecer un control por medio de la educación: instrumento privilegiado que permite establecer la diferencia entre lo imaginario y lo real.
El argumento que define al fútbol como un espejo de la sociedad, coloca la raíz de la violencia fuera del espectáculo en sí mismo. Los mecanismos propuestos para expurgar la violencia del fútbol, orientan sobre todo la reforma social: sería necesario extirpar las raíces sociales de la violencia mediante la intervención sobre sus causas. En primer lugar sobre las causas de la desigualdad social, derivadas de las extremas diferencias de clase, de la pobreza, e incluso según algunos que llevan al extremo este enfoque, de una supuesta incultura de las masas. Se trata del enfoque de quienes perciben a los violentos en forma similar a los personajes de la película de Ettore Scola, "feos, sucios y malos", siempre iletrados e inadaptados.
Curiosamente, las medidas para expurgar la violencia del fútbol, en el marco de los argumentos citados, son difíciles de poner en práctica o, en el mejor de los casos, sólo serían efectivas en el largo plazo. Ante este dato, y en la medida que la violencia emerge en el corto plazo, las medidas tomadas usualmente para su control pasan básicamente... por la violencia. Se trata de aplicar un control represivo, más o menos arbitrario cuanto más o menos autónomo –o más o menos controlado por el sistema político- sea el aparato represivo puesto en acción para definir sus objetivos y orientaciones.
También, y más curiosamente aún, quienes quedan afuera de la discusión sobre la violencia, según los argumentos planteados, son aquellos que operan como mediadores entre los jugadores y la sociedad, los verdaderos constructores del espectáculo deportivo: las organizaciones de fútbol y sus dirigentes. Esto es doblemente curioso ya que cuando se identifica a los promotores de la violencia en el fútbol, se los localiza comúnmente en el seno mismo de las "barras bravas", o de los "hooligans", quienes muestran en líneas generales un perfil común. La conformación de estos grupos responde menos a factores sociales que institucionales: se trata de grupos sostenidos y manipulados por dirigentes de organizaciones deportivas, o bien de organizaciones políticas –comúnmente de extrema derecha-, o bien por los propios aparatos de represión –como informantes en el mejor de los casos, o como dealers para el tráfico de drogas, en los casos más desgraciados. Y muchas veces se trata también de redes –clientelares e incluso delictivas- entre esas categorías sociales. Claro, en este caso el control de la violencia pasa a convertirse en una cuestión esencialmente política, más que atribuible al orden social o al de las pasiones.
Si esto es así, digamos, las soluciones para la violencia en el fútbol se localizarían en el mediano plazo... a condición que lo reconozcamos.
revista digital · Año 4 · Nº 16 | Buenos Aires, octubre 1999 |