Variables determinantes en la aparición de la obesidad. Influencia de una alimentación inadecuada y los hábitos sedentarios |
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*Doctor en Ciencias de la Actividad Física y del Deporte Máster Oficial en Investigación y Docencia en Ciencias de la Actividad Física y la Salud **Becario de postgrado del Ministerio de Educación: Programa de Formación del Profesorado Universitario (FPU) (España) |
José Enrique Moral García* Alberto Grao Cruces** |
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Resumen El peso corporal está sujeto a una determinación genética sustancial. Por lo tanto, es probable que algunas personas sean más propensas a la obesidad mientras que otras en condiciones ambientales similares no lo sean tanto, lo cual se ha incrementado por el estilo de vida sedentario y por el excesivo consumo de alimentos ricos en grasas. También existen cambios hormonales más o menos relacionados con los ciclos vitales que pueden explicar modificaciones en las necesidades metabólicas y, por tanto, en la capacidad de almacenar grasa. Por tanto, es importante controlar la ingesta alimentaría tanto en la cantidad como en la calidad de los alimentos que comemos. Muchos de los estudios conocidos revelan una asociación positiva entre el IMC y el sedentarismo. El ejercicio físico es el componente del gasto energético más factible de ser modificado y, por consiguiente, el más implicado en el aumento de prevalencia de la obesidad detectado en las últimas décadas. Palabras clave: Causas de la obesidad. Sobrepeso. Alimentación. Sedentarismo.
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EFDeportes.com, Revista Digital. Buenos Aires, Año 16, Nº 155, Abril de 2011. http://www.efdeportes.com/ |
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1. Causas genéticas
Los mecanismos de regulación del cuerpo parecen estar literalmente sesgados a favor de conservar la grasa en vez de eliminarla. Dada la importancia que tiene la grasa para la supervivencia, esa tendencia tiene sentido desde el punto de vista evolutivo. Es más, a lo largo del tiempo, la evolución podría haber favorecido variaciones genéticas que diesen lugar a una gestión lo más “tacaña” posible de las preciosas reservas energéticas. Desconocemos todavía la función del gen FTO y el modo en que podría promover la obesidad, pero su relación con el aumento de la masa corporal sugiere que podría participar en la regulación del peso (Flier y Maratos-Flier, 2007).
Para Bellido (2006), la grasa es la raíz del problema porque el tejido adiposo abdominal tiene, además de su función de reserva energética, una actividad secreta de diversas adipoquinas que lo convierten en un auténtico órgano endocrino.
El peso corporal está sujeto a una determinación genética sustancial. Por lo tanto, es probable que algunas personas sean más propensas a la obesidad mientras que otras en condiciones ambientales similares no lo sean tanto, lo cual se ha incrementado por el estilo de vida sedentario y por el excesivo consumo de alimentos ricos en grasas.
Bastos et al. (2005), reconoce que la herencia genética tiene un papel importante en el desarrollo de la enfermedad, dice que es necesario recordar que será la intervención con el medio ambiente la que, en última instancia, determinará el que una persona sea o no obesa.
En lo que respecta a la genética, desde que el hombre apareció en la tierra (hace 2,4 millones de años), el genoma humano ha experimentado pequeños cambios. De hecho, sólo se ha encontrado un 1,6% de diferencia entre el genoma de los primates más evolucionados y el del hombre moderno. La obesidad de carácter poligenético, raras veces surgen a partir de una mutaciones un único gen, siendo la forma más corriente de obesidad monogenética la causada por las mutaciones en el gen del receptor de la melanocortina-4 (MC4R), que participa en la regulación de la ingesta a nivel hipotalámico (Hebebrand et al., 2003; Perussse et al., 2005; Martí, Razquin y Martínez, 2006).
Así, un individuo obeso habrá heredado o bien mutaciones de escasa relevancia funcional o bien variantes genéticas en genes que codifican para proteínas clave involucradas en la regulación del peso corporal. La combinación de variantes genéticas contribuye a la diversidad biológica y en su ausencia todos los organismos responderían, virtualmente, de una manera idéntica ante cualquier cambio ambiental.
Según Bodhurta et al. (1990) y Azcona et al. (2005), hay una base genética que puede actuar a través de diferentes mecanismos como la preferencia por determinados tipos de comidas, la modulación del gasto energético, el patrón de distribución de la grasa, el efecto termogénico de los alimentos y el grado de actividad física. Es posible que en algunos sujetos obesos exista un defecto de la termogénesis que contribuya al desarrollo de a obesidad. El contenido corporal de grasa esta modulado a lo largo de la vida de una persona mediante una diversidad de efectos surgidos de interacciones entre genes, factores ambientales y estilo de vida.
2. Causas hormonales
Hay cambios hormonales más o menos relacionados con los ciclos vitales que pueden explicar modificaciones en las necesidades metabólicas y, por tanto, en la capacidad de almacenar grasa (Rossell, 2003).
En una aproximación general a las causas hormonales de la obesidad, es la aportada por Luengo et al. (2005), argumentan que el tejido adiposo es muy activo, produciendo distintos tipos de citoquinas o péptidos de regulación. La presencia de estas citoquinas asociadas a la obesidad nos informa de la presencia de un componente inflamatorio crónico subyacente a ésta. La ausencia de leptina se asocia con una obesidad importante. La hormona más importante producida en los adipocitos es la adiponectina, con un efecto antiinflamatorio y promotor del aumento de la sensibilidad a la insulina, y presenta una correlación negativa con los valores de la proteína C reactiva (PCR). Por su parte, la resistina es un péptido producido en los adipocitos que facilita la RI. Se han asociado las concentraciones elevadas de PCR con el exceso de peso y la asociación de distintos componentes del SM. Se ha observado que tanto la IL-6 como la PCR son marcadores adversos en cuanto al riesgo de enfermedad cardiovascular.
No es exactamente, el exceso de tejido adiposo lo que contribuye a la aparición de los distintos FRC, sino la distribución de éste, ya que al ser la grasa visceral abdominal la que se asocia con alteraciones importantes en el metabolismo de la glucosa y la insulina, y con el aumento de la prevalencia de cardiopatía isquémica, parece ser un nexo de unión entre la obesidad y la enfermedad aterogénica (Klein, Burke. y Bray, 2004; Weiss et al., 2004; Luengo et al., 2005).
3. Causas alimentación
El Ministerio de Sanidad y Consumo (2005), llega a la conclusión de que España ha sufrido una “transición nutricional”, las dietas tradicionales han sido reemplazadas por otras con una mayor densidad energética (más grasa y azúcar) unido a una disminución de la ingesta de carbohidratos complejos y de fibra. Cambiando todo con modificaciones de conducta como reducción de la actividad física en el trabajo y durante el tiempo de ocio.
El problema no es sólo la aparición de la comida basura, también es económico. Los alimentos comercializados masivamente tienen cada vez precios más bajos, especialmente en las ciudades, y las frutas y las verduras son cada vez más caras. Dicha transición nutricional coincide en el tiempo con la transformación de las ciudades. El entorno urbanístico no favorece la práctica de actividad física. Prueba de ello es el reducido número de niños que acude al colegio andando. Los datos actuales muestran que los niños españoles pasan una media de 2 horas y 30 minutos al día viendo la televisión, y media hora adicional jugando con videojuegos o conectados a Internet.
El mecanismo por el cual se engorda es simple: se acumula grasa cuando la energía ingerida en forma de alimentos es superior a la gastada. Los cambios en la alimentación y los nuevos estilos de vida, cada vez más sedentarios, son los principales desencadenantes en el aumento de la obesidad (Santos, 2005).
Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los únicos líquidos ingeridos eran la leche materna en la lactancia y, una vez destetado el niño, el agua. Como el agua no aporta calorías, el cuerpo humano no evolucionó hacia una reducción de la ingesta de alimentos en medida suficiente para compensar el consumo de tales bebidas. En consecuencia cuando bebemos refrescos calóricos, nuestro consumo total de calorías aumenta, puesto que seguimos tomando la misma cantidad de alimentos (Popkin, 2007).
La obesidad se desencadena al adquirir un mayor balance energético derivado del “sobre consumo pasivo”. Esta circunstancia se produce porque las personas tenemos poca capacidad para identificar los alimentos en función de su densidad energética, nos guiamos más por la cantidad que ingerimos. Esto nos lleva a una situación engañosa de manera que aportamos al organismo más energía de la que necesita (Prentice y Jebb, 2003).
Por tanto, es importante controlar la ingesta alimentaría tanto en la cantidad como en la calidad de los alimentos que comemos. La obesidad se asocia a consumos excesivos de bebidas azucaradas y embutidos, así como, productos de bollería en desayunos y meriendas. Esta tendencia está directamente relacionada con el bajo consumo de frutas y verduras, característica propia de la alimentación de los sujetos obesos (<2 raciones al día). Además, los niños obesos menores de 10 años tienen un consumo elevado de refrescos azucarados (Aranceta et al., 2001; Martínez, 2005).
Para el Ministerio de Sanidad y Consumo (2005), la dieta en los niños y adolescentes españoles se caracteriza por un exceso de carnes, embutidos, lácteos y alimentos de alta densidad energética, así como por productos de bollería y bebidas carbonatadas. También por un déficit en la ingesta de frutas, verduras y cereales.
Se ha demostrado que la prevalencia de la obesidad es superior en aquellas personas que tienen un desayuno excesivo o lo omiten. El estudio Enkid (1998-2000) indicaba que, a partir de los 6 años, la prevalencia de obesidad era más elevada en los niños y jóvenes que aportaban mayor proporción de la energía a partir de la ingesta de grasa (›40% kcal) que en aquellos que realizaban ingestas porcentuales de grasa más bajas. Este hecho se observó en el subgrupo femenino entre 14 y 17 años. En los varones a partir de los 14 años se apreció una diferencia estadísticamente significativa en el consumo de productos azucarados, bollería, embutidos y refrescos con azúcares entre los obesos y los no obesos.
La tasa de prevalencia de obesidad era más elevada en chicos con edades entre 6 y 14 años que realizaban con mayor frecuencia consumo de embutidos. La prevalencia de obesidad fue inferior en los niños y jóvenes ubicados en el cuartel más alto de la distribución de consumo de frutas y verduras (4 o más raciones al día). A su vez, aquellos que realizaban un desayuno completo expresan tasas de obesidad más bajas que los que no desayunan o realizan un desayuno incompleto (Santos, 2005).
Los hábitos alimenticios se inician a los 3 ó 4 años con tendencia a consolidarse para toda la vida. La infancia es un periodo crucial para actuar sobre la conducta alimentaria ya que las conductas adquiridas en esta etapa van a ser determinantes en el estado de salud del adulto futuro. Existen teorías a favor de que la sobre nutrición prenatal de la madre puede ser un factor de riesgo para, en el fututo, el niño desarrollar la enfermedad. La obesidad materna aumenta la transferencia de nutrientes y puede inducir cambios neuroendocrinológicos o en el metabolismo energético (Cañete, Gil y Poyato, 2003).
Como factores de riesgo podemos destacar la ausencia de lactancia materna durante la infancia, el elevado consumo de grasas y bajo de frutas y verduras, el desayuno inadecuado, el sedentarismo en el tiempo libre y los antecedentes de obesidad en los padres (Serra, 2005).
3.1. Comida rápida
Como se apuntaba con anterioridad, España está sufriendo una transición nutricional, que le lleva a acudir a la comida rápida en detrimento de la dieta saludable. En esta misma línea, Bowman et al. (2004) y Vela et al. (2007), publican que los niños que se alimentan de comida rápida ingieren una mayor cantidad de calorías en un menor volumen de alimentos, con mayor cantidad de grasa y de hidratos de carbono y menor cantidad de fruta, calcio y vegetales, lo que repercute en su salud y calidad de vida (densidad mineral ósea, estreñimiento, etc.), independientemente del grado de obesidad.
Abundando en el tema, los fast food son alimentos que incorporan todos los efectos alimentarios nocivos para la prevención de la obesidad: grasa saturada, grasa trans, un elevado índice glucémico, una alta densidad energética, grandes porciones y escasez de fibra, micronutrientes y antioxidantes. Un expresivo ejemplo, que ilustra cuánto supone una ingesta en un restaurante de comida rápida, es el siguiente: Doble cheesebuerger, patatas fritas, bebida azucarada y postre, aportan un total de 2.200 kcal. Para consumir toda esta cantidad de calorías, que suele ser algo habitual en los restaurantes de comida rápida, hay que correr (60 kcal/km) casi una maratón (Binkley, Eales y Jekanowski, 2000; De Cos, 2001; French et al., 2001; Vázquez, 2003).
En el niño, ha quedado demostrado que es el exceso de ingesta proteica, y no de grasa, en la primera infancia, el responsable del rebote de adiposidad precoz y de obesidad adulta. En los EE.UU. es donde, como se ha comentado, la prevalencia de obesidad infantil se ha doblado entre 1974 y 1994, las encuestas han revelado una disminución del porcentaje de grasa de la dieta sin que se hayan producido cambios en la ingesta total de energía. Es lo que se conoce como la paradoja americana y que probablemente tendrá relación con el sedentarismo creciente.
En un artículo publicado por Vázquez, se insiste en la fuerte correlación epidemiológica encontrada en todo el mundo entre el incremento de la grasa en la alimentación y el aumento de la prevalencia de la obesidad infantil. Este autor explica la aparente paradoja americana por el sedentarismo creciente de los niños y el aumento del consumo de azucares refinados en refrescos, golosinas, etc. Para el autor, la grasa, por su elevada densidad calórica, su escaso poder saciante y su reducida influencia sobre la termogénesis facultativa es, sin duda, el nutriente más culpable (Rolland-Cachera, 1995; Jecquier, 1995; Nicklas et al., 2001; Vázquez, 2003).
4. Causas del sedentarismo
Bastos et al. (2005), determinan que el descenso del nivel de aptitud física de las poblaciones humanas en todo el mundo aumenta el predominio de la mortalidad precoz causada por enfermedades de la civilización, demostrando que el sedentarismo, como estilo de vida, puede ser nocivo para el individuo y potencialmente dañino para la sociedad.
Sabiendo que la obesidad es una enfermedad multicausal, la respuesta del individuo ha sido centrarse en la necesidad de practicar actividad física, abandonando conductas marcadamente sedentarias. Entre estas últimas tenemos que resaltar ver la televisión, ya que por ejemplo en Estados Unidos es la más importante, al punto de que se le dedican 30 horas semanales. Con esto bajamos nuestra tasa metabólica a la vez que incrementamos el consumo de alimentos altamente energéticos. Los personajes que salen en la televisión, en general, muestran unos hábitos alimentarios inadecuados. Por ello los niños que ven más horas la televisión tienen más posibilidad de tomar aperitivos mientras están delante del televisor, y a la vez la televisión reemplaza las actividades al aire libre que consumen más energía, como los juegos o deportes (Hu et al., 2003; González-González, Rubio y Marañes, 2007 ).
Muchos de los estudios conocidos revelan una asociación positiva entre el IMC y el sedentarismo. El ejercicio físico es el componente del gasto energético más factible de ser modificado y, por consiguiente, el más implicado en el aumento de prevalencia de la obesidad detectado en las últimas décadas. En las sociedades desarrolladas el consumo energético atribuible al ejercicio físico se limita, en gran medida, al obtenido en las actividades desarrolladas en el tiempo libre debido a la disminución progresiva del gasto empleado en las actividades vinculadas al trabajo (por mecanización de este) y en las actividades cotidianas, debido al uso de medios de transporte, ascensores, compra por Internet, etc. (González-González, Rubio y Marañes, 2007). Ver la televisión se asocia cada vez más con los acúmulos adiposos y por lo tanto los niños que durante la infancia ven más la televisión tienen mayor riesgo de obesidad con el paso del tiempo. Para prevenir toda esta casuística tenemos que educar en estilos de vida saludable reduciendo las horas diarias dedicadas a la televisión (Proctor et al., 2003).
Los médicos en general consideran la falta de actividad física como el factor desencadenante más importante para la aparición de la obesidad. Buena parte de los médicos de atención primaria estiman que los pacientes obesos que reciben tienen problemas conductuales y comparten con la sociedad los estereotipos negativos en relación a las personas con obesidad (Foster et al., 2003). Sin embargo, sujetos obesos suelen presentar una gran dificultad para realizar ejercicio físico ya que muestran un bajo nivel de entrenamiento y con frecuencia padecen problemas osteoarticulares. Los resultados disponibles sugieren que una situación de sedentarismo constituye un importante factor de riesgo de obesidad, aunque una menor respuesta termogénica a la ingesta y menores tasas de metabolismo basal también pueden tener un impacto sobre la ganancia de peso (Johson, 2001; López-Fontana, Martínez-González y Martínez, 2003).
Se confirma la asociación entre la actividad física e IMC, duplicándose la prevalencia de obesidad entre los que no practican ningún tipo de ejercicio físico; se establece la necesidad de un cambio de estilos de vida en relación a la actividad física de la población. Además, el apretado plan de estudios vigente limita el tiempo destinado al descanso, tanto en las clases como en el hogar familiar, sacrificando pues el tiempo de esparcimiento, en beneficio del mencionado descanso, con el consiguiente descenso en los niveles de práctica de ejercicio físico. Esta es una de las principales causantes de la pérdida de calidad de vida y el principal responsable del sedentarismo en los niños (Rodríguez, 2003).
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