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La fiesta que no fue. Un análisis sobre los medios

de comunicación y la violencia en el fútbol argentino

 

Periodista. Estudiante de la carrera de Ciencias de la Comunicación

pelotaafuera.blogspot.com

(Argentina)

Javier Szlifman

jszlifman09@gmail.com

 

 

 

 

Resumen

          El trabajo analiza las representaciones que históricamente aparecen en los medios de comunicación sobre las barras bravas, los hinchas, la policía, los dirigentes deportivos, el poder político y la justicia en relación a la violencia en el fútbol argentino. Para esto, se analizaron los diarios Crítica, Clarín y La Nación luego de 11 muertes ocurridas en la Argentina entre 1924 y 2007, haciendo foco en los conceptos asociados a cada actor y al acontecimiento futbolístico en cada caso. A partir del análisis de los discursos aparecidos en los medios citados, rastrea cómo se presenta cada actor en cada caso y cómo se fue modificando esta representación a lo largo del tiempo.

          Palabras clave: Violencia. Barras bravas. Hinchas. Fútbol argentino. Medios de comunicación.

 

 
EFDeportes.com, Revista Digital. Buenos Aires, Año 15, Nº 150, Noviembre de 2010. http://www.efdeportes.com/

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Introducción

    Desde su nacimiento, los medios de comunicación de masas dieron importancia a la práctica del fútbol moderno. A tal punto que los dos fenómenos (fútbol y medios) históricamente presentaron un desarrollo interrelacionado, sobre todo desde el siglo XX en adelante. A medida que el fútbol fue ganando en importancia como acontecimiento social, fue aumentando el espacio que se le dedicaba en la prensa, así como también se fueron incorporando a la agenda mediática ciertos fenómenos asociados a este deporte, como los incidentes en los estadios.

    Sin embargo, cuando los medios se acercan a los hechos violentos que suceden en el espectáculo futbolístico, lo hacen bajo su propia lógica, espectacular y urgente, y a la vez construyen sus propias representaciones. Esta violencia, presente de distintas formas en la sociedad, en el fútbol y en la agenda mediática, pone en juego a distintos sujetos, con sus prácticas, sentidos y disputas. A partir de esta idea, el presente trabajo analiza los distintos modos en que los medios gráficos construyen esos actores que participan del mundo del fútbol, a partir de las representaciones que de ellos se hacen luego de 11 muertes ocurridas en los estadios argentinos o cerca de ellos.

    Los casos analizados fueron las muertes de Pedro Demby en 1924 en Montevideo, Luis López y Oscar Munitoli en 1939 en el estadio de Lanús, Héctor Souto en 1967 en Huracán, Manuel Díaz y Norberto Páez en 1976 en Santa Fe, Aníbal Taranto en 1983 en Vélez, Saturnino Cabrera en 1990 en La Bombonera, Andel Delgado y Walter Vallejos en 1994 cerca de la cancha de Boca, Ulises Fernández en 1997 en las inmediaciones del estadio de San Lorenzo, Claudio Puchetta y Claudio Ponce en 2003 en la ruta Panamericana y Gonzalo Acro en 2007 en el barrio porteño de Villa Urquiza.

    Para el análisis se tomaron en cuenta los 30 días posteriores al hecho, relevando dos medios escritos en cada caso. Se trabajó sobre los diarios argentinos Crítica, La Nación y Clarín. En los dos primeros casos elegidos, se tomaron en cuenta exclusivamente La Nación y Crítica, dado que Clarín aún no había comenzado a editarse. Desde 1958, el análisis abarcó a La Nación y Clarín. Se han seleccionado incidentes ocurridos en relación al fútbol, que terminaron en muertes de uno o más hinchas, suponiendo que las víctimas fatales actúan como indicio de la gravedad de los hechos. Se ha intentado tomar casos separados por un período prudencial de tiempo y se han tenido en cuenta las repercusiones periodísticas y sociales que tuvieron los hechos en su momento.

    Para el análisis, tomamos los conceptos de Norbert Elias (1992), quien acuña los términos “figuracional” y “desarrollista” en sus estudios sociológicos. Lo figuracional refiere a un tejido de personas interdependientes, ligadas entre sí en distintos niveles y formas. Estos agrupamientos son los que se vinculan y forman la sociedad, generándose relaciones en constante interdependencia, en medio de un juego de cooperación y tensión. Lo desarrollista refiere al carácter abierto, de proceso, dirigido al otro, que tienen los individuos en tales figuraciones. Estas ideas son útiles para analizar ciertos conflictos sociales que involucran a distintos grupos, que a simple vista se muestran autónomos entre sí pero que, tras una mirada más profunda, permiten observar las vinculaciones que existen entre ellos a lo largo del tiempo.

    Así es como nos proponemos abordar la problemática de la violencia en el fútbol a partir de los diferentes actores que se presentan asociados a ella, suponiendo que existen relaciones de conflictividad e interdependencia entre ellos. La violencia en el fútbol no sólo se circunscribe a aquellos participantes en forma directa, sino que organiza vínculos entre los grupos de hinchas organizados (conocidos como “barras bravas”), la prensa, los hinchas, los dirigentes, los jugadores, el poder judicial y el poder político. El presente trabajo pretende analizar cómo cada uno de esos actores se representa en los discursos periodísticos a lo largo del tiempo, las relaciones existentes y cómo la violencia fue modificando paulatinamente la forma en que los medios masivos dieron cuenta de ellos y del espectáculo futbolístico.

    En esos relatos mediáticos se construye discursivamente una parte importante del problema de la violencia en el fútbol y se presentan algunas de las formas en que la sociedad entiende y reflexiona sobre estos hechos. De modo que el análisis de estos discursos sociales que aparecen en los medios reviste suma importancia para entender cómo el colectivo social se acerca a este fenómeno y cómo se construyen algunos de los discursos que circulan socialmente.

La fiesta y el pueblo

    Bajtin (1987) identifica el carnaval de la Edad Media como una fiesta vivida como tal por todas las clases sociales de la época, donde todos los individuos se trataban como iguales y dejaban de lado las diferencias cotidianas. Se vivía de acuerdo a leyes propias, identificadas con la libertad, ya que se trataba de huir de la vida ordinaria por un tiempo. El carnaval de aquel tiempo representaba la vida festiva y la liberación transitoria.

    La concepción festiva, de esparcimiento y liberación transitoria propuesta por Bajtin, aparece en los discursos de la prensa ligada al acontecimiento futbolístico en Argentina desde los primeros casos analizados. Aquí consideramos que el deporte hereda las concepciones propias en la Edad Media, cuando el fútbol formaba parte de las fiestas tradicionales y populares. Pero a la vez, los medios de comunicación suponen que el deporte moderno en sí mismo implica la aceptación de ciertas reglas y valores, como la lealtad y buen comportamiento. Aquí es donde aparece la concepción del fútbol moderno, surgido en el siglo XIX en Inglaterra, con un reglamento claro y preciso a ser respetado, como una forma de controlar la violencia latente de los protagonistas que aparece en toda disputa deportiva. Un buen comportamiento, respetuoso de las reglas y la cultura, permitiría el normal desarrollo del juego.

    La combinación de ese fútbol antiguo y moderno es la concepción que prima en La Nación, Crítica y Clarín en los inicios del deporte en la Argentina y cualquier hecho violento en las canchas se analizará en función de esta idea madre. Así, se considerará un desvío de la tradición cualquier hecho violento que altere este paradigma predominante. Como el carnaval de la Edad Media, el fútbol en la prensa se consideraba una fiesta popular, de liberación transitoria, pero en este caso ajustada a un orden establecido, con un autocontrol de parte de los protagonistas. Esta idea sería válida para todos los que concurran al estadio, tanto los jugadores como los espectadores.

    En los casos de Demby (1924) y de López y Munitoli (1939), los asistentes al espectáculo deportivo se invisten de rasgos homogéneos y se agrupan tanto en La Nación como en Crítica bajo términos aglutinantes como “público”, “pueblo”, “espectadores” y “muchedumbre”. Pertenecientes en su mayoría a las clases populares, estos individuos son investidos en los discursos periodísticos de los caracteres asignados a estos grupos sociales subalternos. Así, se los considera como personas cultas, de buen comportamiento, pacíficos, caballeros, honorables, capaces de alentar a su equipo sin extralimitarse.

    A partir de los términos aglutinantes que aparecen en la prensa y de las características que adquieren estos grupos en los discursos periodísticos, lo violento aparece como un desplazamiento, considerado así como insólito, exagerado, ajeno y extemporáneo. Esto se muestra con mayor fuerza en los casos mencionados, donde la violencia y la muerte en el fútbol se presentan como un hecho novedoso, que no es propio de un acontecimiento deportivo. La violencia produce así una doble trasgresión: se rompe con los valores propios del juego (integración, tolerancia, cooperación, lealtad) y también se transgreden los valores asociados a las clases populares argentinas (civilidad, respeto, honestidad).

    Al ser algo extraño que irrumpe en el acontecimiento festivo, la violencia transforma la propia concepción del espectáculo y lo convierte en una cosa distinta a su objeto inicial, signado por la diversión y el esparcimiento. Así es como en las crónicas de Demby y de López y Munitoli encontramos que la violencia “transforma el espíritu del fútbol” (La Nación 4/11/1924) y que la “fiesta del deporte” se convierte “en un escenario sangriento” (Crítica 16/5/1939). Estas concepciones aparecen tanto en los editoriales de los diarios como en testimonios que se recogen allí desde los lugares de poder, tanto del poder político como del deportivo. El pueblo que asiste a la fiesta, ese será el deber ser del espectáculo futbolístico para los medios de comunicación. Lo que altere ese imaginario social será visto como aquello que no permite la celebración popular. La terminología propia de la guerra (la sangre, la batalla) aparecerá como válida para describir los incidentes.

Los violentos manchan la fiesta

    Tras la muerte de Alberto Linker (1958), los medios comienzan a descubrir de a poco que los hinchas “revoltosos” (La Nación 15/5/1939) e “indisciplinados” (La Nación 17/5/1939) disponen ya de cierta organización interna, con líderes, jerarquías y vínculos con las altas esferas de los clubes. Así es como la terminología utilizada para referirse a los grupos violentos vira paulatinamente hacia la criminalización. A la vez, sobrevive la terminología que liga a estos individuos con lo patológico, como “exaltados” (Clarín 20/10/1958), con “sentimientos primitivos” (La Nación 25/10/1958).).

    Si bien en los casos de Díaz y Páez (1976) y Taranto (1983) la palabra “barra” sigue apareciendo entre comillas, el término ya estaba instalado en los medios masivos. La prensa ya identificaba en estos tiempos a la violencia como un modo de ganar prestigio entre los pares y frente a los rivales y como un condimento más del espectáculo deportivo.

    La institucionalidad que adquieren los grupos violentos permite agrupar por oposición a aquellos que concurren a los estadios pero que no forman parte de estos grupos. En el caso de los espectadores que no participan de incidentes, entre 1967 y 1990, Clarín y La Nación los identifican como “espectadores pasivos” (La Nación 11/4/1967), “gente decente” (Clarín 11/4/1967), “multitud inocente” (Clarín 11/10/1983), “hinchas auténticos” (Clarín 19/12/1990), “simples simpatizantes” (Clarín 5/5/1994), “hinchas comunes” (Clarín 14/8/2007), “genuinos” (La Nación 20/8/2007) o, simplemente, “la gente” (Clarín 14/8/2007). Esos son los espectadores que mantienen viva la vieja concepción del fútbol como “fiesta del pueblo” (Clarín 11/4/1967), como “pasión de todos” (Clarín 11/4/1967), que es más manchada y agredida por la violencia de los grupos organizados. Los adjetivos que acompañan a los sustantivos en los discursos reflejan como ya las viejas nociones de “pueblo”, “multitud” o “hinchas” no podían en sí mismas agrupar a todos los que concurrían a un estadio como hasta 1958, porque no todos los que iban a una cancha se comportaban de la misma manera y manifestaban los mismos intereses.

El adiós a la fiesta y la violencia como clásico

    A comienzos de la década del ´90, tras la muerte de Saturnino Cabrera, el término “barras bravas” dejaría de aparecer entre comillas en los medios masivos, como una muestra clara de que estos grupos violentos ya estaban incorporados y normalizados por el mundo futbolístico. A partir del caso Taranto (1983), los medios iniciarían sus propias investigaciones de los hechos, que muchas veces contrastan con los discursos oficiales; las coberturas se prolongarán más en el tiempo, al menos en los días seguidos a las muertes; se indagará en la dinámica interna de estos grupos y se trabajará sobre el pasado de sus miembros.

    Tímidamente desde la década del ´80, pero con más fuerza a principios de la década del ´90, los medios representan a las “barras bravas” como grupos con alta organización interna e institucionalizados en el fútbol argentino. Son lisa y llanamente “delincuentes”, que conforman una “asociación delictiva” (Clarín 19/12/1990). Para la prensa, ser “barra brava” se volvería un trabajo, una posibilidad de supervivencia en sí misma. A la vez, aparece en la prensa un discurso que incita a luchar contra los violentos, en lo que parece ser una especie de guerra para evitar la muerte del fútbol. La violencia se vuelve una amenaza concreta para la continuidad del espectáculo. Para los medios masivos, la fiesta futbolística deviene tragedia repetidamente, la violencia es violencia por sí misma, no sabe de tiempo ni de espacio, trasciende el propio estadio y los días de partido.

    Entrados los ´90, ya los medios masivos consideran a las “barras bravas” como grupos ingobernables, que disponen de contactos aceitados con dirigentes, políticos, policías y sindicalistas. Los términos asociados a lo patológico para identificar a los violentos sobrevivirán en los discursos que trascienden desde los lugares de poder, ya sea futbolístico o político. El discurso mediático general ubica a estos grupos violentos como criminales nacidos al amparo de los dirigentes, pero que en esos tiempos ya no podían ser controlados por ningún actor social. Son los que imponen las reglas al resto de los actores. La concepción ligada a lo irracional sobrevivirá tímidamente, relegada por el nuevo sentido asignado a los hinchas violentos.

    Mientras la violencia se repite, los discursos mediáticos tienden hacia la indignación y la catástrofe. “Impunidad total”, “Epidemia de criminalidad” (La Nación 3/5/1994), “Un clásico, un muerto” (La Nación (20/12/1997), “La violencia tiene acorralado al fútbol” (La Nación 23/12/1997) , “La era del miedo” (Clarín 11/8/2007), “Manda el terror” (La Nación 11/8/2007), son algunos de los títulos y volantas que muestran el pesimismo y la preocupación con el que se aborda la temática de la violencia en los últimos años en los medios de comunicación.

La muerte y el fin del deporte

    Stella Martini define a una noticia como “la construcción periodística de un acontecimiento cuya novedad, imprevisibilidad y efectos futuros sobre la sociedad lo ubican públicamente para su reconocimiento” (2000: 33). Los incidentes en los estadios argentinos se convertirían por su brutalidad y repetición en la última década del siglo XX y la primera del XXI en las noticias principales relativas al acontecimiento futbolístico cuando tuvieran lugar en él, a tal punto que serían representados como su rasgo más rasgo destacado.

    Mientras que en el siglo XXI la violencia ya se ha vuelto estructural en el fútbol argentino, en la prensa se manifiesta en estos tiempos la idea de la violencia como un negocio, tanto para los “barras bravas” como para los policías. Las muertes de Claudio Puchetta y Claudio Ponce (2003) pondrían esta idea en los primeros planos. Es interesante observar cómo a la hora de las muertes, los discursos identifican a los asesinos como “barras bravas” y a los fallecidos como simples hinchas. “La guerra de la barra de River dejó un hincha con dos balazos en la cabeza” decía en Clarín (9/8/2007) en referencia al fallecido Gonzalo Acro, quien pertenecía al núcleo duro de la barra pero en los titulares no aparecía identificado en ese rol.

    Con el crimen de Acro, las barras se identificarían en los medios directamente como organizaciones mafiosas sin límites, que dirimen sus disputas internas con total impunidad en las calles. El término “barrabrava” trasciende la identificación de la propia hinchada y aparece para identificar a otros actores del fútbol y sus acciones espurias: “Barrabravas son los dirigentes, porque manejan las entradas, las salidas, los viajes…” declararía Hugo Capella, tío del fallecido Gonzalo Acro (La Nación 10/8/2007). El sometimiento que hacen del resto de los actores queda de manifiesto en el partido siguiente de River ante San Lorenzo, donde, según se lee en los medios, la ausencia de los “barras” por el derecho de admisión dio más tranquilidad al resto de los espectadores. Aquel día, la violencia latente despertó en los medios el mismo interés que el resultado del partido e incluso se mencionó la ausencia de incidentes como un hecho a resaltar. La violencia ya era la norma definitivamente.

La policía y la ilusión del orden

    La presencia y la labor de la policía es algo que se destaca en las crónicas periodísticas ya en el caso de Pedro Demby (1924). Es interesante cómo, en el partido entre Uruguay y Argentina jugado ante del fallecimiento del hincha uruguayo, la presencia de más de 300 efectivos en el campo de juego y su disposición resultan pintorescas pero a la vez ofensiva para los cronistas, dado el carácter todavía festivo que se representa del acontecimiento. La tarea de la policía sería criticada por la prensa tras la muerte de Demby en las puertas del hotel Colón por su incapacidad para atrapar al asesino.

    En 1939 y en 1958, las fuerzas de seguridad fueron acusadas desde los medios masivos de actuar con excesiva vehemencia en su intento de contener los incidentes causados por los hinchas, a tal punto que se la señala como la responsable de las muertes de López, Munitoli (1939) y Linker (1958). Así, se considera a la policía como un “factor perturbador” (Crítica 15/5/1939), que impone el desorden en lugar del orden y hasta se habla de “policías bravas” (Crítica 16/5/1939).

    En ambos casos existe una distancia considerable entre la versión policial y los discursos periodísticos, que dan cuenta de los excesos y de la dificultad de las fuerzas del orden para contener los incidentes. En 1939, La Nación ya considera que la Policía estaba desbordada por la violencia. Según un editorial (17/5/1939), era necesario extremar las penas, porque este tipo de incidentes no podían ser considerados simples contravenciones. La policía se mostraba como ineficiente porque “tiene que limitar su esfuerzo dentro de una penosa prudencia para evitar que la represión cause víctimas fatales” (La Nación 17/5/1939).

    Tras la muerte de Linker, un editorial de La Nación (25/10/1958) dio a entender que la policía actuaba con tanto temperamento porque no encontraba otra forma de parar los desmanes y propuso colocar en medio de las tribunas populares agentes de civil y uniformados que detuviesen a aquellos espectadores que se excedieran en insultos o agresiones. Pese a los cuestionamientos, la policía se presentaba en los medios como el actor que podía resolver el problema de la violencia en los estadios y hasta propuso un plan para lograrlo.

    La fuerza parece jugar en papel más eficiente en el caso de Souto (1967), donde los responsables son detenidos poco después del asesinato. Más tarde, la policía acusó públicamente a los hinchas por los “graves episodios de incultura”, “desbordes de pasión” y “revanchismo de la incivilización” (La Nación 14/4/1967), que se apuntaban como causales de los incidentes que desviaban al espectáculo de la fiesta futbolística. Ya desde la fuerza se solicitaba la colaboración de los dirigentes para combatir a los violentos. En aquel entonces, tanto Clarín como La Nación volvieron a pedir penas más duras, mayor rigor y hasta el primero propuso la creación de una “brigada moralizadora” que luche bajo sus mismos códigos contra los violentos y preserve la fiesta popular (Clarín 11/4/1967)

    A partir de las muertes de Díaz y Páez (1976), la representación que los medios construyen de las fuerzas policiales apuntará más resaltar su ineficiencia, su complicidad y hasta su responsabilidad directa en los hechos violentos. Los medios de comunicación ya no se limitan a transmitir los comunicados policiales sino que avanzan sobre cuestionamientos directos a la labor policial. Desde el caso Taranto (1983) en los medios de comunicación ya se duda seriamente de que las fuerzas policiales sean capaces de organizar el espectáculo futbolístico y prevenir actos de violencia. En un comunicado (La Nación 26/10/1983), la policía hizo un llamado a la reflexión a aquellos “que creen que la violencia y el desorden son el aliento a la entidad deportiva que desean estimular”. Para las fuerzas del orden, estas agresiones no eran signos de civilización, aun cuando suceden en un espectáculo deportivo, un espacio “para el esparcimiento, la recreación y la alegría”. De aquí en adelante, la institución policial se asociará en general a valores negativos ante cada incidente.

    Tras la muerte de Cabrera (1990), en la fecha siguiente del campeonato se desplegarían grandes operativos en las canchas. En el estadio de Ferro, donde participaron más de 700 policías, Alberto Verrié, el jefe de la Comisaría 13ª, declaró: “La intención de la Policía Federal es que el partido se convierta en una fiesta” (La Nación 22/12/1990). La policía seguía identificando al fútbol como un espacio festivo, mientras que la prensa por entonces ya dudaba seriamente de esa representación ante los repetidos incidentes.

    En las muertes de Cabrera, Vallejos y Delegado (1994) y Puchetta y Ponce (2003), la institución policial aparece en los medios de comunicación como sobrepasada por los incidentes. La confirmación institucional de la imposibilidad de impedir estos actos quedó a cargo de parte de Juan Carlos Blanco, director de la Comisión de Seguridad Deportiva, quien declaró: “El ambiente del fútbol se ve superado por estos hechos” (La Nación 3/5/1994). Los medios también dieron a conocer versiones que afirmaban que José Barrita, el entonces líder de la barra, colaboraría habitualmente con la policía para controlar a sus compañeros de hinchada. Desde los medios y desde la justicia ya no se presentaba a la policía solamente como ineficiente, sino ya como cómplice de los violentos.

    En el caso Fernández (1997), tanto Clarín como La Nación reflejaron testimonios de testigos que hablaban de una inacción concreta de la policía. El comisario inspector Luis Santiago Fernández afirmó: “La agresión irracional y animal, el salvajismo y el ataque inmediato es imposible de detener. Por eso creo que es necesario suspender el fútbol para que no haya violencia” (Clarín 23/12/1997). La concepción patologizante ligada a los hinchas violentos se mantenía con fuerza en los discursos policiales.

    Con las muertes de Claudio Puchetta y Claudio Ponce (2003), los medios profundizarán las investigaciones sobre la violencia como una posibilidad de negocio para algunos actores del mundo futbolístico. Estos nuevos discursos modifican la representación de la policía, o al menos de algunos miembros de la fuerza, que lejos de ser el brazo armado del Estado dedicado a imponer el orden en los estadios haría de la violencia una fuente de lucro. “El negocio de la violencia en el fútbol” fue el título de tapa de Clarín (23/4/2003) para dar cuenta del nuevo fenómeno. Luego de la muerte de Gonzalo Acro (2007), testimonios policiales revelaron su sorpresa sobre el nivel que había alcanzado la violencia relacionada al deporte.

    Históricamente, la policía acusa públicamente a los propios hinchas por causar incidentes que devienen en muertes y desvía su responsabilidad en los hechos que empañan la llamada fiesta futbolística, el deber ser que la fuerza debe cuidar. En las distintas declaraciones y comunicados reflejados por los medios, se observa cómo la policía califica a los hinchas violentos con términos que remiten a concepciones irracionales, alejándose de la concepción criminal. Pese que los hechos de violencia en el fútbol aumentaron paulatinamente, y también los muertos, las ideas y conceptos que la policía ha volcado en los medios de comunicación sobre el tema poco se han modificado. Para este actor, el fútbol se sigue identificando como un acontecimiento festivo y todo lo que no se ajuste a ello será visto como un desvío, propio de la irracionalidad y el salvajismo.

    Pero la mirada de la prensa sobre la fuerza sí se fue cambiando con el paso del tiempo. Primero es un aspecto pintoresco del espectáculo. Luego aparece como la herramienta necesaria para luchar contra la violencia. Más tarde se vuelve ineficiente, porque no puede prevenir los enfrentamientos. Después es cómplice de las barras, como una suerte de explicación para entender cómo los incidentes se repiten continuamente. Finalmente, la violencia aparece como un espacio de lucro, donde las fuerzas de seguridad pueden morder su parte dentro del llamado negocio futbolístico.

Los jugadores de fútbol: responsables, cómplices y víctimas

    El papel de los jugadores de fútbol en la cuestión de la violencia que se representa en la prensa oscila entre la complicidad, la responsabilidad y la victimización. Inicialmente, los medios masivos daban cuenta del papel de los futbolistas en los hechos violentos a partir de su participación directa en incidentes dentro del terreno de juego, que actuaban como fuente de los enfrentamientos en las tribunas. Más tarde, la prensa comenzaría a hablar de la estrecha relación entre los futbolistas y los grupos de hinchas violentos, situación que trascendería a los incidentes producidos en los estadios.

    Más allá de no ser los actores principales de los hechos, en los dos primeros casos analizados (las muertes de Pedro Demby en Uruguay y de Luis López y Oscar Munitoli en Lanús) los futbolistas tienen una participación importante en los incidentes previos. En 1924, los jugadores de la Selección Argentina eran agredidos verbalmente desde la calle por simpatizantes rivales y reaccionaron arrojando distintos objetos desde el hotel donde estaban alojados, sumándose a las agresiones de los hinchas argentinos. Sin embargo, para La Nación (4/11/1924), actuaron “con más cultura”. Los futbolistas se presentaban como diferentes a los hinchas, pese a que sus comportamientos no diferían demasiado.

    Los jugadores fueron los que iniciaron los incidentes en el partido de reserva entre Lanús y Boca en 1939, donde luego morirían López y Munitoli. Los futbolistas Miozi y Valsecchi fueron a disputar una pelota y terminaron a los golpes. Los empujones iniciales terminaron en una pelea general, a la que se plegaron los hinchas y la policía, lo que derivó en la muerte de los simpatizantes xeneizes. Pese a su participación en los hechos, la prensa no cargaba aún las responsabilidades de los incidentes sobre los jugadores de fútbol.

    En algunos de los siguientes casos trabajados, tanto Clarín como La Nación mencionarán a los futbolistas como actores co-responsables en la cuestión de la violencia, aunque su participación no sería similar en todos los hechos. En las muertes de Souto (1967), Vallejos y Delgado (1994), Puchetta y Ponce (2003) y Acro (2007), la prensa menciona la responsabilidad o al menos la complicidad de los jugadores en los incidentes que se producen en el fútbol, aunque no tengan una presencia protagónica en los hechos. La responsabilidad que la prensa le asigna a los futbolistas tiene que ver con sus actos violentos dentro de la cancha, con su apoyo económico directo a los grupos violentos o a través de prebendas, y la complicidad se relaciona con el encubrimiento de los actos mafiosos de los hinchas que son denunciados. Así es como los futbolistas muchas veces no aparecen en las crónicas sobre las muertes de los hinchas, pero sí son mencionados en editoriales o en investigaciones periodísticas que aparecen tras los hechos violentos, sobre todo desde 1994 en adelante.

    La victimización de los jugadores aparece en la prensa en segundo orden. A partir de que los “barras” aumentan su poder y extienden sus márgenes de acción hacia afuera de los estadios, la prensa incluye a los futbolistas en un grupo, junto con los dirigentes y los técnicos, que es presionado y sometido por los violentos. Esta representación aparece principalmente en las crónicas posteriores a las muertes de Saturnino Cabrera (1990) y de Claudio Puchetta y Claudio Ponce (2003).

    Inicialmente, los jugadores participaban de la cuestión de la violencia a partir de sus conductas públicas, principalmente dentro de la cancha. Pero a partir de la década del ´90, los medios comenzaron a indagar más allá de los hechos públicos, dando cuenta mediante sus investigaciones de las relaciones cotidianas de los jugadores con los “barras” y así es como los futbolistas adquieren un papel más protagónico aunque menos visible, porque dan sustento o porque se vuelven cómplices de las “barras”, ya que se presentan como colaboradores de estos grupos o formando parte de un mundo futbolístico que los tolera y los promueve.

La justicia como juez y parte

    El papel de la justicia cobró importancia a partir de 1967 porque, cuando el juez Moras Mom dictó la prisión preventiva a los acusados por la muerte de Héctor Souto, definió el término “barras bravas” y lo institucionalizó para siempre. Allí se definía a estos grupos como “una manifestación de delincuencia organizada, formada por grupos que concurren a las canchas con el único objetivo de promover desórdenes y provocar daño en las personas y las cosas” (La Nación 24/4/1967). Agregaba que estas barras estaban amparadas por los clubes, de quienes recibían dinero. Los medios de comunicación seguirían el caso durante más de 15 días y dedicarían un importante espacio a la resolución del magistrado, aunque recién adoptarían esta visión de los “barras” como organizaciones delictivas más de 15 años después.

    Dentro de los casos tratados aquí, el siguiente caso donde la Justicia llegaría a una condena sería en la muerte de Saturnino Cabrera. Allí, el principal sospechoso fue Emilio Chávez, quien recibió una pena leve. En 1994, las muertes de Walter Vallejos y Ángel Delgado volverían a poner los ojos sobre la justicia. El juez de la causa César Mario Quiroga calificó a la hinchada xeneize responsable de las muertes como “una verdadera organización criminal, con apoyo logístico y armamento de guerra” (La Nación 20/5/1994). Además, el magistrado responsabilizaría por la existencia de las “barras bravas” a “los dirigentes, a los directores técnicos, a los jugadores, y al periodismo deportivo” (La Nación 20/5/1994). Agregó que “en la causa hay muchos elementos de juicio para presumir que los barrabravas crecieron al amparo de ciertos dirigentes y con el apoyo de distintos sectores vinculados al fútbol como negocio” (Clarín 19/5/1994). Si para Moras Mom en 1967 la responsabilidad por los incidentes era de los dirigentes de los clubes, para Quiroga la cadena de complicidades se extendía hasta los jugadores, los técnicos y la prensa, que ya formaban parte del grupo que toleraba y promovía a los violentos. La prensa en sus editoriales abrazó esas ideas y reconoció la labor de la justicia en este caso.

    Conforme la prensa fue haciendo hincapié en las responsabilidades dirigenciales en la violencia y las relaciones de los directivos de los clubes con los “barras”, desde comienzos de los ´80, los dirigentes comenzaron a criticar públicamente las actuaciones de la policía y la justicia. Como si esos otros actores fuesen la válvula de escape de los directivos para deslindar las responsabilidades propias y sus relaciones estrechas con los violentos.

    A medida que las “barras bravas” se fueron haciendo más fuertes y poderosas, el aval del poder político apareció como un componente necesario para avanzar en las investigaciones judiciales. Esta situación quedó expuesta en la prensa por primera vez en 1994, tras las muertes de Vallejos y Delgado, cuando el gobierno del presidente Carlos Menem dio su respaldo públicamente al juez de la causa. Desde los altos estamentos del Estado se reconocieron los estrechos vínculos entre dirigentes e hinchas. La justicia se representaba en la prensa en aquel tiempo como la institución que venía a romper la red de complicidades de mundo futbolístico. Sin embargo, esta situación no duraría mucho tiempo.

    En tanto los hechos de violencia se repetían y los culpables no aparecían, la prensa comenzó a ser crítica del papel de la justicia en la cuestión de la violencia. Es justamente en los casos de Vallejos y Delgado (1994) donde tanto Clarín como La Nación muestran un incipiente pesimismo sobre la posibilidad de que sean hallados los responsables. El mismo sentimiento pesimista se repetiría luego de las muertes de Puchetta y Ponce en 2003. En el siglo XXI, el poder judicial ya se representaba en los discursos periodísticos como parte de la cadena de complicidades del mundo futbolístico, que toleraba el accionar de los violentos.

    En 2007, el fiscal del caso Acro, José María Campagnoli, y el juez Luis Rodríguez entrarían en un enfrentamiento público con el entonces Ministro de Justicia Aníbal Fernández. Las declaraciones de los testigos y las convicciones del fiscal apuntaban a una disputa por el poder de la barra de River. El juez se negó a suspender el siguiente partido de River ante Newell’s, por lo que el Ministerio decidió postergarlo para evitar incidentes y en un comunicado criticó al magistrado. El Gobierno nacional apoyó públicamente al presidente de River, José María Aguilar, y lo desligó de los incidentes.

    Este caso permitiría ver que ya ni siquiera la propia justicia podía verse públicamente como un actor unificado internamente, puesto que el juez y el fiscal tenían diferencia públicas respecto al devenir del proceso. Campagnoli había solicitado que se unifiquen las distintas causas sobre la hinchada de River y el magistrado se negó. Los medios masivos expusieron las diferencias entre dirigentes, jueces, fiscales y el poder político en forma crítica.

    Como se ve aquí, la Justicia modificó su representación en la prensa a lo largo del tiempo a medida que se repitieron las muertes. La dificultad para hallar a los culpables en muchos casos determinó que se representara públicamente como parte de un grupo de actores cómplice e ineficiente, que no podía detener los incidentes en los estadios de fútbol.

Los dirigentes: el deber ser y la violencia fuera de control

    Desde el primer caso analizado se observa en los testimonios públicos de los dirigentes de la postulación de un deber ser del fútbol, identificado como un espacio de diversión y esparcimiento, con un público sano y culto, que alienta a su equipo pero sin desbordes, bajo ciertas normas. El comportamiento con respeto y cordura a la hora seguir a un equipo de fútbol permitirían a los simpatizantes disfrutar de la fiesta deportiva.

    En tanto se inviste a los espectadores de valores positivos, todos aquellos que causen incidentes serán vistos como los que atentan contra la fiesta deportiva. Según el discurso dirigencial reflejado por los medios, la fiesta será la norma y todo aquello que la impida será lo extraño. Un partido de fútbol debía ser “una expresión de una fiesta deportiva” (La Nación 16/12/1976), tal como señalaron los dirigentes de Colón públicamente tras las muertes de Díaz y Páez. Se debían tomar las medidas necesarias para “evitar que la gran fiesta popular que es el fútbol y que nuestros aficionados se aprestan a vivir, se transforme en una guerra” (Delquis Boeris, vicepresidente de Newell’s, en La Nación 22/12/1990). Así es como los hinchas violentos son identificados por los dirigentes en distintas declaraciones como “la barbarie” (Carlos Heller, vicepresidente de Boca, en La Nación 15/12/1990), los que transforman a la “fiesta popular” en un “campo de batalla” (Mauricio Macri en La Nación 22/4/2003), como poseedores de una “violencia irracional” (Fernando Miele, presidente de San Lorenzo, en La Nación 24/12/1997) y “lo peor que tenemos en el fútbol” (Julio Grondona, presidente de la AFA, en La Nación 29/12/1997).

    De esta forma, los violentos que van al estadio intentan turbar “la cultísima, tranquila e imponente jornada” (carta de Virgilio Tedín Uriburu, presidente de la Asociación Argentina de Football, en La Nación 5/11/1924) y van “en sentido inverso a nuestra cultura” y “contra el prestigio del deporte” (dirigentes de Lanús en La Nación 15/5/1939). De esta forma, los directivos identifican inicialmente a los violentos como individuos aislados, y los hechos son calificados por la prensa como “extemporáneos” (La Nación 4/11/1924), “luctuosos” e “insólitos” (La Nación 15/12/1976) y como “desbordamiento de pasiones exacerbadas” (La Nación 21/10/1958).

    La muerte de Taranto (1983), en medio del crecimiento de los incidentes en las canchas desde comienzos de los ´80, expondría en la prensa la responsabilidad de los dirigentes en el crecimiento de los grupos violentos. Los medios de comunicación no se limitaban ya a reproducir las declaraciones oficiales, sino que presentaba informaciones propias que daban cuenta de la estrecha relación que ya existía entre estos grupos y muchos dirigentes de los clubes.

    A partir de la década del ´90, desde la prensa y la justicia se profundizarían las críticas hacia los dirigentes futbolísticos que sostenían a los grupos violentos. En 1994, tras las muertes de Vallejos y Delgado, los investigadores cargaron la responsabilidad en los dirigentes “que amparan a los líderes de estas agrupaciones casi institucionalizadas” (La Nación 3/5/1994). Los dirigentes futbolísticos ya no podían aportar soluciones para terminar con la violencia como en otros tiempos, sino que se habían vuelto responsables de los incidentes y eran un elemento perturbador para acabar con ella.

    Jesús Asiaín, Secretario General de Boca, describió entonces a José Barrita, el líder de la barra, como “un elemento normalizador” (Clarín 8/5/1994), que había servido para acabar con la violencia y los robos en la tribuna. Esta visión se contraponía con la representación dirigencial de la violencia como desvío. Aquí, la “barra brava” ya dejaba de ser lo extraño a la fiesta futbolística y era lo que la hacía posible. Las muertes de Vallejos y Delgado serían definitivas para la representación de la dirigencia futbolística, representada en la prensa a partir de entonces como fomentadora, o al menos cómplice, de las “barras bravas”. Las críticas a los dirigentes se volvieron constantes desde aquellos tiempos y se daba por sentada la relación entre directivos y “barras bravas”. Las respuestas desde los clubes oscilarían entre la victimización y el echar culpas hacia los otros actores, principalmente a la policía y la justicia.

    La muerte de Gonzalo Acro (2007) revelaría la cercanía de la barra con la conducción del presidente de River José María Aguilar, a tal punto que la víctima era empleado del club. La violencia de la “barra” y la complicidad dirigencial quedan al descubierto en los informes tanto de Clarín como de La Nación, con detalles de los sueldos que cobraban algunos hinchas de parte de la institución y de sus múltiples negocios. “Gonzalo no era una barrabrava, sino un chico que iba todos los domingos a la cancha. Barrabravas son los dirigentes, porque manejan las entradas, las salidas, los viajes…” declaró Hugo Capella, tío de Acro (La Nación 10/8/2007). Para los familiares, los dirigentes se habían convertido en aquello que supuestamente intentaban combatir. Para la prensa, los dirigentes directamente ya eran cómplices o fomentadores de los violentos. “Por temor, reprochable solidaridad o mutua conveniencia, dirigentes y futbolistas financian a las barras bravas. Al parecer, River no sería la excepción a esa turbia regla” decía La Nación (19/8/2007). En Clarín (13/8/2007) se leía: “Entre los negocios rentables de las barras figuran la venta de entradas y el control de estacionamiento en las calles cercanas a los estadios. También reciben habitualmente facilidades para trasladarse a apoyar a los equipos en el interior e, inclusive, en el exterior del país. Esto se debe a que las barras operan como sostén de los equipos y de sus dirigentes, lo cual explica su impunidad”. Para la prensa, dirigentes y “barras bravas” se parecían demasiado.

El poder político: nueva solución y nuevo problema

    En la Argentina, mientras los hechos de violencia en los estadios eran presentados en los medios de comunicación como hechos aislados, llevados a cabo por inadaptados sociales, la participación del poder político en la cuestión fue casi nula. Al ocurrir en el ámbito del fútbol, era la propia asociación, junto con la policía, quienes debían atender el problema y arbitrar las medidas necesarias para evitar nuevos incidentes.

    Las escasas declaraciones de los dirigentes políticos que aparecen entre 1924 y 1990 adhieren a la idea del fútbol como espacio festivo, con un público culto y civilizado. El presidente uruguayo en 1924, José Serrato, quien presenció el partido entre Uruguay y Argentina en el estadio, así justificó la ausencia de incidentes, al menos en el estadio: “Tengo el concepto hondamente arraigado de que mi pueblo es de una elevada cultura y de una innata gentileza” dijo el primer mandatario (La Nación 2/11/1924). El Ministro del Interior de Argentino, Dr. Gallo, también había hecho referencia al fútbol como espectáculo de cultura y al espíritu noble del deporte.

    Pero los medios de comunicación darían lugar al poder político en los hechos de violencia en el fútbol muchos años después. Luego de las muertes de Díaz y Páez (1976), el Gobierno de la Provincia de Córdoba emitió un comunicado donde hacía “un llamado a la reflexión del público para evitar tristes desenlaces en espectáculos que deben ser un ejemplo de cordura y de sano esparcimiento espiritual” (Clarín 14/12/1976). El deber ser del fútbol (la fiesta, la diversión) amenazado por la violencia, entendida como un desvío, era la concepción reinante en el espacio político que aparecía en los medios. Las ideas replicaban a aquéllas a las que adherían los dirigentes futbolísticos.

    En las declaraciones acerca de los hinchas violentos que aparecen tanto en Clarín como en La Nación desde 1990 en adelante, los dirigentes políticos mezclan las concepciones ligadas a lo patológico y a lo criminal en relación a los hinchas violentos, dando preponderancia a lo primero. En 1990, el entonces presidente del Consejo Nacional del Deporte, Fernando Galmarini, dijo sobre los asesinos de Cabrera: “Esos salvajes son los carapintadas y hay que sancionarlos con las mismas penas que se aplicará a los militares que se alzaron contra el Estado democrático el 3 del corriente” (Clarín 16/12/1994). En 1994, el presidente Carlos Menem afirmó que el que había disparado contra Vallejos y Delgado “no es una persona normal, sino una bestia” y también calificó a los agresores de “verdaderos salvajes” (Clarín 4/5/1994).

    En 1994, tras las muertes de Vallejos y Delgado, un sector de la política ya veía a los dirigentes del fútbol como un estorbo para luchar contra los violentos. Clarín sostenía sobre las responsabilidades por la violencia en el fútbol: “Se ha recordado muchas veces que los principales integrantes de esos grupos inadmisibles están fichados, catalogados, filmados… se ha dicho no menos veces que es impensable su subsistencia sin algún tipo de relación con los dirigentes de las entidades deportivas. Y se han elaborado hipótesis que no liberan de responsabilidad a las propias instancias institucionales del país y a los partidos políticos” (4/5/1994). El poder político, que en 1990 aparecía como la solución al problema, ya era visto desde la prensa como envuelto en una red de complicidades que contribuía al sostenimiento de los grupos violentos. Otro actor que cambiaba su representación en los medios de comunicación a partir de su relación con la violencia deportiva.

    En 1997, tras la muerte de Ulises Fernández, ya quedaba claro quién llevaría adelante la tarea de luchar contra la violencia en el fútbol. Consiente de su impotencia, o sabedor de alguna complicidad propia o cercana, Julio Lopardo, vicepresidente de San Lorenzo, reclamó públicamente una solución política para la cuestión de la violencia. En este sentido, Adrián Pelacchi, Secretario de Seguridad Interior declaró: “El poder político tiene la responsabilidad de acabar con la violencia” (La Nación 24/12/1994). La Nación decía sobre las nuevas medidas: “El encadenamiento de frases continúa, como siempre. Casi pueden usarse las mismas escuchadas luego de cada homicidio relacionado con el fútbol. Al igual que después de la muerte ocurrida en junio, otro intento de solución arranca manchado con sangre” (20/12/1997). El poder político ya no se presentaba en la prensa como la solución al problema de la violencia, sino que aparecía como un miembro más de la cadena de complicidades o ineficiencias que no podía abordar la cuestión en forma eficiente.

    En 2003, el choque entre hinchas de River y Newell’s en la autopista Panamericana revelaría la falta de coordinación entre los organismos responsables para evitar incidentes. A la falta de soluciones se le agregaba falta de planificación, tal como expuesto públicamente por los mismos funcionarios. Los medios masivos exponían esas contradicciones, que daban cuenta de una representación al menos de ineficiencia del poder político para luchar contra la violencia en el deporte.

    En 2007, Aníbal Fernández, el Ministro del Interior daría su aval público a la gestión del presidente de River José María Aguilar. Fernández intentaba desligar la muerte de Acro con la interna de la barra de River al afirmar que es “una locura relacionar a River con el crimen cometido en Villa Urquiza” (La Nación 10/8/2007). Ahora el poder político había decidido sostener a los dirigentes deportivos que desde la prensa eran vistos como responsables de las muertes. Ambos actores, lejos de ser representados públicamente como capaces de contener los incidentes, se presentaban en la prensa como parte de una red que toleraba o promovía a las “barras bravas”.

Los medios de comunicación: sentidos, valores e imaginarios en torno al fútbol

    Desde el comienzo del desarrollo del fútbol en Argentina, a fines del siglo XIX, los medios consideraron a la violencia como algo marginal al acontecimiento. Así, los incidentes aparecían en las coberturas en un segundo plano respecto de las noticias deportivas. El resultado del encuentro y la fiesta deportiva eran los elementos que prevalecían en las crónicas periodísticas. Con el tiempo, la prensa tomará la cuestión de la violencia como el eje central del deporte, dedicando más espacio a las muertes y a los incidentes graves que a los encuentros futbolísticos propiamente dichos. Sin embargo, los medios rara vez darán cuenta de su lugar como actores en el mundo de la violencia en el fútbol. Pero a la vez, mediante sus discursos construyen un imaginario en torno a los hinchas y sus conductas que circula socialmente.

    La participación de los medios en la cuestión de la violencia en el fútbol argentino cobra un papel importante inicialmente en los casos de López y Munitoli (1939) y en Linker (1958), ya que los cronistas ofrecen versiones de los hechos diferentes a la postura oficial. En ambos casos, se critica la actuación policial y se responsabiliza a los agentes de seguridad por los incidentes.

    Las muertes de Díaz y Páez en Santa Fe en 1976 sería un ejemplo de cómo los medios de comunicación todavía daban cuenta casi exclusivamente de las versiones oficiales y de los comunicados de los distintos actores participantes. Así es como aparecen en la prensa las palabras de los dirigentes de Talleres, de Colón, del Gobierno de Santa Fe y del de Córdoba sobre el tema lanzándose acusaciones cruzadas. En 1983, la pelea entre las “barras”, término que aún aparecía entre comillas, de River y Boca que causó la muerte de Taranto hizo que los medios por primera vez dedicaran más páginas a los hechos de violencia que al desarrollo del partido. Así como se identificaba a las “barras” como grupos organizados, los medios avanzaron lentamente en la descripción interna de ellos, en los personajes que las integraban, crecieron los editoriales y las cronologías de los hechos ocurridos previamente. Los incidentes en las canchas ya se consideraban “endémicos” y así es como comenzaba el reparto de responsabilidades hacia los poderes públicos y los dirigentes. El seguimiento de los hechos también es una buena muestra de la importancia que lo medios le asignan a la cuestión. Mientras en las primeras muertes la noticia se seguía periodísticamente durante aproximadamente una semana, en 1983 tanto Clarín como La Nación darían lugar al caso diariamente por más de 15 días. Este es el primer hecho donde las portadas de los diarios dedicarían igual o más espacio a la violencia que al partido de fútbol. A partir de entonces, los incidentes ocuparán paulatinamente un lugar cada vez más destacado en las crónicas.

    La muerte de Cabrera (1990) quita las comillas a la expresión “barra brava” y profundiza la investigación de los medios sobre la dinámica interna de estos grupos. Mientras desde el Gobierno Nacional en 1990 se lanzaba un plan de lucha contra la violencia, cuyo eje central era la implementación del derecho de admisión a los violentos, los medios chequeaban cómo funcionan los operativos policiales en la implementación de las nuevas medidas. De esta forma, descubrieron las contradicciones entre dirigentes y policías y las quejas de éstos últimos por la falta de colaboración.

    En 1994, el juez César Quiroga señalaría públicamente al periodismo deportivo como uno de los actores responsables de la existencia de las “barras bravas”. Esta vez, era la justicia la que cargaba la responsabilidad sobre los medios. A partir de entonces, las crónicas apuntarían a denunciar la complicidad de los dirigentes con los violentos, a señalar a la violencia como eje central del espectáculo deportivo y a la falta de medidas efectivas para solucionarla. Sin embargo, no se leen líneas dedicadas al rol del periodismo en la cuestión. La prensa se muestra como un actor ajeno, dedicado a denunciar la problemática y el papel cómplice o fomentador de los otros actores. En 1997, para la prensa la violencia ya era definitivamente la norma del fenómeno futbolístico. “Un clásico, un muerto” dijo La Nación (20/12/1997) tras la muerte de Fernández. En 2003, la portada de La Nación (21/4/2003) mostraba a los hinchas de Newell’s fallecidos compartiendo cartel con los festejos de los goles en la jornada de domingo. Pese a que desde hace un tiempo la violencia era algo corriente para la prensa, todavía aparecía en relación a la fiesta futbolística.

    En 2003, la violencia ya se presentaba como un negocio, tanto para los “barras” como las fuerzas de seguridad. Las complicidades primero apuntaban a los dirigentes futbolísticos, luego a los dirigentes políticos y finalmente a los policías. Desde los dirigentes de fútbol, como ya había ocurrido en el pasado, se cargaba contra los medios de comunicación. Julio Grondona declaró: “Tampoco hace nada bien que los medios vayan y pregunten siempre por el contrario porque es una forma de generar violencia” (Clarín 24/12/1997).

    En el caso Acro (2007), los medios no sólo describen las disputas internas y sus múltiples negocios sino que la propia voz de los “barras” llega a los medios. Los “barras” se vuelven protagonistas centrales de las crónicas, disponiendo de espacios especialmente dedicados a ellos en la prensa. Se detallan las internas, los nombres, la sucesión de hechos que desataron las internas. La disputa de la barra de River también se trasladó a la prensa. Schlenker y Rousseau, sospechados por la muerte de Acro, dieron sus versiones acusándose mutuamente. Ambos se presentaron ante la opinión pública como víctimas. Ya no se mostraban como personajes marginales del ámbito del fútbol sino como una nueva voz integrada al mundo deportivo.

    En el partido entre River y San Lorenzo, el primero desde la muerte de Acro, la no violencia se volvió noticia, “lo que no es poco en épocas violentas” dijo Clarín (20/8/2007). Algo marginal al espectáculo se había vuelto central, por su presencia o por su ausencia. Aquel día, la cobertura periodística sobre los posibles incidentes, que no sucedieron, y sobre el operativo de seguridad fue equivalente el espacio dedicado al hecho futbolístico. Ya no podía separarse un aspecto del otro. El fútbol en sí mismo se había vuelto un espectáculo festivo que incluía a la violencia, aunque estuviera ausente. El imaginario en torno al espectáculo deportivo en los medios de comunicación había cambiado para siempre.

Conclusiones

    Como vimos en los ejemplos precedentes, la concepción de los hinchas violentos como inadaptados, exaltados, irresponsables, indisciplinados, bestias, salvajes (los términos ligados a lo patológico) aparece primordialmente en los discursos que provienen desde las altas esferas institucionales, tanto de la política pública como deportiva, y sobrevive en los medios a partir de las declaraciones de los personajes que ocupan esos espacios. Son ellos los que intentan atar a los violentos a estas ideas, alejándolos de los conceptos criminales, porque reconocer que se trata de individuos adaptados al llamado negocio futbolístico probablemente los salpique a ellos, los poderosos. Los dirigentes deportivos que hace 50 años podían abordar por sí solos el problema de la violencia, luego necesitarían de apoyo político para poder enfrentar a los violentos, como una muestra de su propia incapacidad.

    En ese contexto, la prensa aparece como una mediación entre esos discursos oficiales y la sociedad civil. Como ya se dijo previamente, hasta principios de la década del ´80, en los medios se reproduce principalmente este discurso oficial, con leves críticas cuando a todas luces se contradice con lo sucedido. Luego aparece una “zona gris”, a comienzos de la década del ´80, donde los medios comienzan a generar en forma incipiente informaciones propias, que contrastan con los discursos dirigenciales y comienzan a ponerlos en duda. Aquí, la concepción patológica convive con la criminal. En 1994, estalla la vieja concepción y desde la prensa se pone en primer plano el aspecto delictivo de los grupos organizados que van al fútbol. Los medios de comunicación ponen en duda constantemente los discursos oficiales que desmientes sus relaciones con los hinchas violentos o que presentan como víctimas a los dirigentes futbolísticos.

    La historia de la violencia, y su presencia en los medios, va desde un fenómeno marginal a comienzos del siglo XX hasta convertirse en un elemento intrínseco al espectáculo futbolístico casi 100 años después, y a veces hasta en su punto central. Pero mientras que la violencia es hoy un aspecto primario del fútbol argentino para los medios trabajados, desde los espacios de poder institucional se privilegia aún la concepción festiva del espectáculo futbolístico y los valores asociados a este fenómeno. Toda conducta que no se ajuste a ello sigue considerándose un desvío de lo que debe ser. La forma de representación del espectáculo en la prensa cambió a partir de los incidentes de las últimas décadas, pero el sentido asociado a él desde el poder se mantiene.

    Por eso es necesario avanzar en una visión que no considere a la violencia simplemente un fenómeno desviado. La crítica constante hacia los actores del mundo futbolístico que se aprecia en muchos de los discursos mediáticos muchas veces termina cayendo en saco roto, volviéndose fragmentos repetidos ante cada tragedia.

    Entonces, del lado de los medios es necesario abandonar definitivamente la visión que pone a la violencia como un signo de incivilización y barbarie y profundizar en los aspectos delictivos de los grupos violentos, sus conexiones políticas, sus fuentes de financiamiento. Esto también implica por parte de los medios avanzar en la visión del deporte como negocio, enmarcado en la industria cultural, y alejarse de la primicia, la visión fragmentaria y atomizada de los hechos.

    Vimos aquí cómo el Estado, los dirigentes, las barrabravas, los familiares de las víctimas, los jugadores, los técnicos y los mismos medios de prensa a través de sus editoriales y sus crónicas se configuran como actores de un mundo donde cada uno intenta imponer sus ideas y defender su posición. En este contexto, generan enfrentamientos entre los distintos actores mientras sobrevuelan palabras, conceptos y significados. Aportar visiones académicas puede ayudar a comprender aún más el fenómeno de cara al futuro.

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